«El materialismo filosófico –tal como aquí se intenta bosquejar-brotó de la sabiduría crítica, a la vez ideal y real (la “reforma del entendimiento”). Es precisamente en una sociedad en la que las bases del Socialismo han sido bien cimentadas donde la formación filosófica resulta ser indispensable –para decirlo con Hegel (aunque con un contenido por completo no hegeliano)- no como ocupación arbitraria de unos hombres privilegiados, sino como obligación del Estado, como parte integrante de la educación civil. Es cierto que en tal Sociedad, la Filosofía académica –los profesores de Filosofía- se convertirían paulatinamente en algo así como funcionarios del Estado. Pero si es ridículo que Sócrates sea funcionario de un Estado explotador, es necesario que una Sociedad socialista posea como funcionario, no ya a un Sócrates único, irrepetible, individual, sino a centenares de Sócrates que constituirán el núcleo del verdadero “poder espiritual” de la Sociedad socialista.»
(Gustavo
BUENO MARTÍNEZ; Santo
Domingo de la Calzada, La Rioja, 1 de septiembre de 1924- Niembro, Llanes, Asturias,
7 de agosto de 2016.
Ensayo sobre las categorías de la economía política, 1972: 187..)
Ensayo sobre las categorías de la economía política, 1972: 187..)
Sacudido aún, entre
la tristeza y un leve hálito, por la
muerte de la persona de Gustavo Bueno Martínez me hago el propósito de dedicar
un buen número de estas apuradas glosas a diversos párrafos de su obra… Digo
tristeza por lo biológicamente inevitable (nacemos para morir, había completado
–por encima incluso de la esperanza de
vida de los varones hispanos- una existencia larga y pródiga en frutos, y
demás tópicos tan gratos a los especialistas en ritos mortuorios) que corta la
posibilidad de “seguir pensando” a quien fuera el pilar básico de mi heterodoxa
condición intelectual… Digo leve hálito por el reconfortante romanticismo final
de una muerte sucesiva (apenas un par de días después) a la de su eterna
compañera, Carmen Sánchez Revilla; una contigüidad temporal en el adiós que no
hace sino confirmar esa entrega paciente y amorosa de sus largos paseos recientes
por las cercanías de su residencia ovetense siempre cogidos de una mano y
rebosantes de cariño más allá de la silla de ruedas y el silencio a los que
Carmen se había visto condenada por un ictus.
Don Gustavo (pocas veces tan
merecido el Don) era, frente a cierta imagen pública airada y un tanto
cascarrabias, una persona afable en el trato cercano (o, al menos, siempre lo
fue así conmigo, tanto en los tres años que me dio clases como en distintos
eventos en los que, de una u otra forma, coincidimos), pero claro, esa no es la
cuestión… La cuestión es que su inmensa figura intelectual se halla deteriorada
por un cierto abandono de los grandes temas filosóficos (incluyendo la
culminación de una iniciada revisión completa de la teoría del cierre categorial) en la continua disputa
mediática sobre la mera actualidad en la que, si bien siempre ponía en juego
buena parte de su sistema en un buen número de ideas críticas y originales, se
acababa perdiendo su desbordante talento y erudición en batallas estériles de
corte (a veces, sonrojantemente) ideológico al servicio de intereses poco
confesables de sus círculos próximos. Porque, digámoslo ya, el gran valor de
Bueno es que, en su voluntad de modernidad
frente a la postmodernidad que fue
gestándose tras las filosofías de las
sospecha, constituyó el último gran sistema
de filosofía a partir de una rigurosa base ontológica (Ensayos materialistas, 1972) y gnoseológica (la citada teoría del cierre categorial que
desarrollada primero en una investigación auspiciada por la Fundación Juan
March, aparecería luego sintetizada en La idea de ciencia desde la teoría del
cierre categorial, a partir de un curso impartido en la Universidad Menéndez Pelayo en 1977, y
finalmente, sólo en una tercera parte, en una pretendida “revisión definitiva”
en la Editorial Pentalfa en 1993)… A partir de ahí, su sistema le permite un
diálogo permanente con la historia de la filosofía capaz de reorganizarla desde
una Filosofía de la Historia
(apuntada ya en La metafísica presocrática (1975) para posibilitar una filosofía práctica llena de vigor y
precisión (Ensayo sobre las categorías de la economía política, 1972; Primer
ensayo sobre las categorías de las ciencias políticas, 1991; o El
sentido de la vida: Seis lecturas de filosofía moral, 1996), y realizar
análisis críticos del campo de la etnología
(Etnología
y utopía, 1982) la religión (El
animal divino, 1985) o la mismísima cultura
(El
mito de la cultura: Ensayo de una teoría materialista de la cultura,
1997).
Figura gigantesca la que nos ha
dejado, pues, en estos tiempos que Cornelius Castoriadis definió con tanta
precisión como de “ascenso de la
insignificancia” (Encrucijadas del laberinto IV: El ascenso de
la insignificancia, 1998)… Y elijo para iniciar estas glosas un texto
de uno de sus primeros libros (que me regalaron en mi cumpleaños de 1984 unos
colegas estudiantes, que nos autodefiníamos con un poco de retranca y juvenil
sarcasmo como “El Redondel de Oviedo”,
con una dedicatoria de un supuesto diálogo entre el maestro y yo reformulado a
partir de El Banquete y otras obras platónicas), que finaliza
precisamente con una firme declaración de la voluntad de poner la filosofía, en
cuanto pensamiento crítico, al servicio de un Estado capaz de articularse contra la explotación y en aras de una igualdad material.
¿Resulta curioso releerlo
ahora?... Acaso no tanto, porque, si bien es cierto que recientes derivas
ideológicas han dilapidado buena parte de lo más florido de su descendencia
intelectual, ese latido permanece en una parte importante de la misma… Aunque
no siempre, por desgracia, dentro de los muros de su Fundación.
Nacho Fernández del Castro, 8 de
Agosto de 2016