«No
te preocupes, no te avergüences de sentir lo que sientes, Es más, deberás
eternizar este tiempo, no olvidar jamás como eres en esto momento, como fuiste,
como deberías ser siempre. No se trata de que no olvides a determinada persona
sino de que no olvides cómo eras tú en este tiempo, por mucho que llegue a
convertirse en pasado remoto… Resulta esperanzador que estas cosas no dejen de
ocurrir.»
(Ramiro PINILLA;
Bilbao, Vizcaya, Euskadi, 13 de septiembre de 1923 - Baracaldo, 23 de
octubre de 2014.
La tierra convulsa –Verdes valles, colinas rojas. Parte I-, 2004 -1986-.)
En este reino de la apariencia, mientras
respetables figuras luchadoras en todos los frentes de la vida reciben el
homenaje de quienes se han elevado en la vida por la sangre, las añagazas y el
dinero, es una pérdida totalmente irreparable el silencio impuesto por los
ciclos biológicos a la voz de Ramiro Pinilla... Porque él, temprano Premio Nadal (Las ciegas hormigas, 1960),
posterior finalista del Premio Planeta
(Seno,
1971), Premio de la Crítica en dos
ocasiones (ya en 1960 y en 2005 por Las cenizas del hierro, Parte
III de su magna trilogía Verdes valles, colinas rojas,
2004-2005, sobre la reciente historia vasca), Premio Nacional de Narrativa por esta última obra, doble Premio Euskadi de Literatura en Castellano
(por La
tierra convulsa, Parte I de la trilogía citada que –con
precedente en 1086-, apareciera en 2004; y por su postrero Aquella edad inolvidable,
en la que, en 2012 y con casi noventa años, retratara las efímeras hazañas
balompédicas de Souto Menayas, “Botas”,
goleador histórico del Athletic en la final de Copa de 1943 devenido en cojo),
nunca dejó de ser el “verdadero rojo”
de sus orígenes y, retirado a Getxo, su tierra prometida, fue pionero en la práctica
todo tipo de vías marginales de comercialización, ajenas a la dictadura de los mercados... Incluyendo
la autoedición, en tiempos mucho más complicados que los actuales, a través de
su Libropueblo que distribuía en
Bilbao, para sonrojo de los modernos paladines de los derechos de autor y demás
abanderados de la concepción meramente monetaria de la cultura, ¡a precio de coste!...
Así que leer a Pinilla
es encontrarnos de frente con la más fluida y excelsa, la más transparente y
humilde, la más asombrosa y resca fuente de nuestro devenir colectivo del
pasado siglo... Hermosas palabras que, desde la honradez sin sombras de un
aislamiento rural buscado (después de máquinas navales, fábricas de gas o álbumes
de cromos), observan con calmada necesidad expresiva la contribución de los maketos a la consolidación del tejido
industrial, el auge del nacionalismo, los males de toda guerra o, en general, las pequeñas venturas y grandes desventuras
personales de la buena gente de a pie.
Pinilla fue, es, un
ejemplo vital incuestionable para quienes pensamos que cada cual debe poner
todos sus talentos a disposición de la lucha por un mundo más humano, más capaz
de acoger y dar abrigo a cada cual, menos dado al olvido y mucho más presto a
la hora de reconocer la diversidad como fecundo cimiento (necesario) de la
convivencia del mañana...
Leer a Ramiro
Pinilla (recuperado en sus últimos años por una editorial de prestigio y amplia
distribución) es el mejor homenaje que se le puede hacer... Porque la voz
literaria del entrañable Roque Altube de su trilogía sea eterna, aunque Samuel
Esparta, el detective que creara al final de su vida para resolver un crimen sin
esclarecer en esa magna obra (Sólo un muerto más, 2009) y, de
hecho, cerrara su producción narrativa (El cementerio vacío, 2013), ya no
podrá resolver(nos) más casos.
Nacho Fernández del Castro,
23 de Octubre de 2014
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