«El mundo rebosa de escépticos. Yo mismo
he sucumbido con frecuencia a la suspicacia escuchando las declaraciones de
otras personas. Así y todo, no pierdo la esperanza...»
(Fernando ARAMBURU
IRIGOYEN; San Sebastián, 1959. El artista y
su cadáver, 2002.)
Quienes hemos sido alimentados con las proteínas
del racionalismo no podemos apartar
nuestra actitud, ante el aquí y el ahora, del más radical escepticismo... No, no, no es siquiera
el “sano escepticismo” que tantos
beneficios ha proporcionado a través del devenir
del conocimiento humano; es un escepticismo
suspicaz, huraño, casi asocial ante el mundo del “todo vale” postmoderno.
Cualquier
discurso ajeno, por mucho que se
acerque a nuestras posiciones, desata nuestras sospechas y exige un análisis
crítico de sus contextos y circunstancias ontológicas, ideológicas y, sobre todo, socioeconómicas para tratar de develar sus intereses más ocultos, menos explícitos... Cualquier acto extraño, por más que parezca coincidir
con nuestra propio actuar, provoca nuestra prevención
guiada por la casi total seguridad de que “no
es lo que parece”.
Pero,
por desgracia, tanta sospecha y tanta
prevención pueden llevarnos, suelen llevarnos,
a las trincheras más marginales, esas
que se sitúan fuera de todos los frentes
reales en el conflicto de la vida.
Y son esos, lugares muy inhóspitos e ineficaces de cara a cualquier avance en
la forma de entender y transformar el
mundo. Lo son por marginales,
porque, en último extremo, las luchas auténticas siempre acaban en un cuerpo a
cuerpo. Pero también, y sobre todo, lo son por trincheras, porque éstas siempre fuerzan, a quienes las ocupan, a agacharse.
Nacho Fernández del Castro, 3 de Diciembre de 2012
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