«Oh ser un capitán de quince
años
viejo lobo marino las velas desplegadas
las sirenas de los puertos y el hollín y el silencio en las barcazas
las pipas humeantes de los armadores pintados al óleo
las huelgas de los cargadores las grúas paradas ante el
cielo de zinc
los tiroteos nocturnos en la dársena fogonazos un cuerpo
en las aguas con sordo estampido
el humo en los cafetines
Dick Tracy los cristales empañados la música zíngara
los relatos de pulpos serpientes y ballenas
de oro enterrado y de filibusteros
Un mascarón de proa el viejo dios Neptuno
Una dama en las Antillas ríe y agita el abanico de nácar
bajo los cocoteros.»
viejo lobo marino las velas desplegadas
las sirenas de los puertos y el hollín y el silencio en las barcazas
las pipas humeantes de los armadores pintados al óleo
las huelgas de los cargadores las grúas paradas ante el
cielo de zinc
los tiroteos nocturnos en la dársena fogonazos un cuerpo
en las aguas con sordo estampido
el humo en los cafetines
Dick Tracy los cristales empañados la música zíngara
los relatos de pulpos serpientes y ballenas
de oro enterrado y de filibusteros
Un mascarón de proa el viejo dios Neptuno
Una dama en las Antillas ríe y agita el abanico de nácar
bajo los cocoteros.»
(Pere GIMFERRER TORRENS; Barcelona, 22 de junio de 1945; Premio Nacional de Poesía 1966 y 1989,
Premio Nacional de las Letras Españolas 1998. Poema que da título al libro Arde el mar, 1966.)
Tentados por nuestros imaginarios literarios favoritos, podemos querer sentirnos, contra
las hostiles sombras del presente,
pequeños lobos de mar dispuestos a pasar rápidamente de grumetes a almirantes, aprendices de la vida librados a nuestra
suerte en las orillas del Mississipi, lazarillos forzados a aprender cada día a
buscarnos mejor la vida a costa de lo
que sea... Y podenos sentirnos rodeados de peligrosos filibusteros y sensuales
odaliscas, enigmáticos marinos de pecho tatuado y gánsteres de gatillo fácil, hidalgos venidos a menos y hermosas
taberneras... Podemos respirar los humos de los cafetines portuarios de Buenos
Aires o inundarnos de los claros de luna bajo los cocoteros caribeños, intuir la
sensación de abismada libertad de unas velas henchidas por el viento mientras
crujen los mástiles de nuestra nave o desgranar cantinelas de seres mitológicos
y peligros secretos...
Pero,
al final, lo sabemos las dichas y los quebrantos, los peligros y las
seguridades, están aquí, a nuestro lado. Gozamos y sufrimos con quienes nos
rodean, todavía, pese a que existan tantos y tan poderosos intereses para que el
mundo se torne, un poco más cada día, en una desgracia de saramaguiano ensayo sobre la ceguera.
Por
eso no podemos, sin más, lanzarnos al abrigo de imaginarios confortables, sino utilizarlos como refugio y contraste
para poder ver mejor lo que nos
rodea... Para verlo con muchos ojos, con
todas las miradas. Y, viendo, actuar en consecuencia.
Nacho
Fernández del Castro,
9 de Diciembre de 2012
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