«Me obsesionaba la idea de que con la
cabeza rota había sobrevivido aún dos horas y no saber si se habría arrepentido
en esa frontera que separa la vida de la muerte.
En
los años que siguieron, deambulé por consultorios de psicólogos y psiquiatras,
por gabinetes de videntes o espiritistas que me lo “devolviesen” de alguna
manera. La tristeza y depresión eran un pozo que no tenía fondo y yo soñaba
sólo con descansar.»
(Isabel PISANO; Montevideo, Uruguay,
1944 . El amado
fantasma, 2002.)
Saber que
un ser humano lleno de capacidad de
resistencia ante los embates de la vida ya no estará más entre nosotros es
perder un trozo de lo entrañable que
aún queda en el mundo, un pedazo de la esperanza
residual en otras realidades posibles... Por eso, aunque, estoicos o epicúreos,
alejemos los temores a la propia muerte,
la muerte de personas que sentimos
cercanas (aunque puedan llevar tiempo geográficamente lejos) y nos han
brindado, en alguno o en muchos sentidos, ejemplos
de vida, siempre nos deja anonadados, abatidos, confusos y hasta marchitos.
Sentimos
entonces, inevitablemente, que la vida carece
por completo de sentido o, tal vez, que si
algún sentido tiene, es precisamente ése, el de la total carencia de cualquier sentido global, el
de la remisión inevitable de la pregunta por
el sentido a lo concreto, a lo personal, a lo subjetivo, a lo intransferible. Algo que va más allá de los "profesionales de la (des)orientación vital", de psicólogos y psiquiatras, de videntes y espiritistas... Incluso de metafísicos y ontólogos.
Y,
probablemente, ante lo que fue latido y
ya sólo puede ser memoria, estas mismas palabras carecen de todo sentido.
Nacho Fernández del Castro, 16 de Junio de 2012
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