«Lo poco que una mujer puede ver de sí misma no se lo muestra
el apacible y circular resplandor de una lámpara encendida todas las noches
encima de la misma mesa. Pero, si cambio de mesa la lámpara y de habitación,
¿qué he conseguido?. La sospecha y en seguida la certidumbre de que todos los
países van a parecerse si no encuentro el secreto de renovarlos renovándome yo
misma. ¡Ha pasado el tiempo en el que contaba con mi sólida razón!. La sólida
razón de una mujer... Ni sólida ni razonable, sino conmovida y temblorosa por un
vulgar encuentro, hace un instante, en el Paseo de los Ingleses.»
(Sidonie
Gabrielle COLETTE; Saint-Sauveur-en-Puisaye, Francia, 28 de enero
de 1873 -
París, 3 de agosto de 1954.
Inicio de L'entrave
-El obstáculo-, 1913.)
Lo que somos,
lo poco que cada cual atina a percibir y saber de sí mismo, está, con
frecuencia, más allá de las luces de la mera
razón... Porque los resplandores
que de ella proceden pretenden dar cuenta de lo mismo, de alguna suerte de esencias inmutables, en cualquier lugar
y en cualquier tiempo... Y hemos aprendido, con la filósofía de la sospecha (Marx, Freud, Nietzsche y quienes, de uno
u otro modo, les siguieron) que las razones
que se pretenden únicas, universales y eternas (o, al menos, supremas, generalistas y atemporales)
deben despertar en nosotros un prudente y saludable escepticismo, incluso un
franco recelo.
Vamos
que, cuando alguien nos habla de principios
inmutables o unidades de destino en
lo universal, siempre es muy conveniente preguntarse a quién benefician los susodichos principios o las mentadas unidades...
Sabremos, entonces, con la precisión que esté al alcance de nuestro afán y
pericia investigadoras, quién está interesado
en que el imaginario que se configura
desde esos principios y unidades se extienda y consolide, por un lado, y, por
otro, a sueldo de quien está el correveidile
de turno.
Asumir
nuestra condición de seres del límite,
que diría el malogrado Eugenio Trías, implica la voluntad continua de renovar
el mundo renovándonos a nosotros
mismos... Y no, desde luego, por esa mitificación
de lo nuevo tan propia de la postmodernidad,
sino porque, habitantes al fin de la frontera, debemos estar prestos a
combatir cuantos discursos y acciones pretendan retrotraernos a una condición animal acrítica y meramente
reactiva (como hacen los nuevos
paladines de la “educación neoliberal”) o hacernos transcender a una
condición angelical distante y estática (como pretenden los viejos bastiones de los credos inmutables). Al
final, la pasión racional (o la razón apasionada) nos lo dice: prácticamente tales pretensiones son casi
lo mismo... El intento de alejarnos de
cualquier tentación de intervenir en el mundo desde nuestra voluntad fronteriza.
Lo
dicho vale para cada ser del límite
(tal condición nos hace iguales), pero
su toma de conciencia es radicalmente
urgente para quienes son especiales víctimas
de la violencia simbólica que convierte la pasión en conmoción y el sentimiento en temblor incapacitante.
Nacho Fernández del Castro, 21 de Febrero de 2013
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