«En la inmensidad del universo no hay nada nuevo, nada distinto. Lo que
puede parecer excepcional para la mente diminuta del hombre es quizás
inevitable para el ojo infinito de Dios. Este instante raro, ese acontecimiento
insólito, oportunidades y encuentros..., todo puede repetirse en el planeta de
un sol cuya galaxia gira una vez cada doscientos millones de años y que ya ha
girado nueve veces.
Hay y ha habido mundos y culturas
sin fin, y todos con la orgullosa ilusión de ser únicos en el espacio y el
tiempo. Ha habido innumerables hombres con la misma megalomanía; hombres que se
creían únicos, irreemplazables, irreproducibles. Habrá más..., infinitamente
más. Ésta es la historia de una época semejante, y de un hombre semejante...
El hombre demolido.»
(Alfred BESTER; New York,
Estados Unidos, 18 de diciembre de 1913 –
Doylestown, Pennsylvania, 30 de
septiembre de1987. The
Demolished Man –El hombre demolido-, 1963 -1990 para la edición en
castellano-.)
Una cosa buena de los nuevos malos tiempos
es, precisamente, que ya casi nadie confía en la posibilidad siquiera de seres
humanos únicos, irreemplazables, irreproducibles... Ni siquiera en
civilizaciones, culturas o pueblos elegidos, excelsos, eternos.
El
culto a la personalidad, incluso a la
personalidad colectiva (en el
supuesto de que ésta pueda ir más allá de una sarta de tópicos turísticos que alimentan la chistología más simplista, cuando no más xenófoba), ha muerto... Y ello debe ser motivo de complacencia.
El
único problema es que ha sido sustituido por un pánico a la personalidad que funciona como un mecanismo de control plasmado en imaginarios colectivos de lo
inexorablemente terrible.
Los rojos o los
fachas son dos clásicos en este tipo de constructos
con plena vigencia en nuestra educación sentimental...
Pero
hoy, aquí y ahora, también lo son los mercados
o el sistema, meras formas de situar
los problemas del presente, el oprobio globalizado, más allá de nuestras
preocupaciones cotidianas y ocupaciones comunes, en entes inaccesibles y ocultos que se sitúan
más allá de cualquier voluntad personal o
colectiva. O sea, que, a falta de dioses,
recreamos “seres todopoderosos y astutísimos”
que, como el genio maligno cartesiano,
“emplean toda su industria en burlarnos”...
Y exprimirnos.
Pero
este imaginario, como la duda radical de Descartes, debe ser
desenmascarado e inhabilitado por una razón
colectiva con vocación universal capaz
de proyectarse, en la práctica de cada día,
contra tanta injusticia insoportable.
Así que no nos llamemos a engaño.
Nacho Fernández del Castro, 9 de Febrero de 2013
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