«Ser inmortal es baladí; menos el
hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo
terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal. He notado que, pese a las
religiones, esa convicción es rarísima. Israelitas, cristianos y musulmanes
profesan la inmortalidad, pero la veneración que tributan al primer siglo
prueba que sólo creen en él, ya que destinan todos los demás, en número
infinito, a premiarlo o a castigarlo.»
(Jorge Francisco Isidoro Luis BORGES; Buenos Aires,
24 de agosto de 1899 –
Ginebra, Suiza, 14 de junio de 1986. Del relato “El inmortal” en El Aleph, 1949.)
Dejémonos de
tonterías... Aquí y ahora cada cual sólo está realmente pendiente de lo que
ocurre mientras su corazón late. Y, muy especialmente, quienes dicen creer en la vida eterna, pues la adornan
con los deleites infinitos o castigos horrendos que sólo hacen
ensalzar o denostar ese “tiempo de los latidos”, hora del ser y del estar.
La hipótesis
de la inmortalidad no sólo es nimia, sino anómala y hasta terrible... Nimia
porque torna irrelevante precisamente lo que es característica esencial del ser humano, planificar... Anómala porque nada en la naturaleza, salvo el ser
humano con su obsesivo afán de trascendencia,
tiene la más mínimo insight, la más casual
comprensión súbita, la más remota
preocupación acerca de lo que tal cosa pueda ser... Terrible, como muestra José
Saramago en Las intermitencias de la muerte (As intermitências da morte, 2005), porque
generaría un caos demográfico
verdaderamente irresoluble.
Si la longevidad
ya aparece como el mayor riesgo de las
sociedades económicamente desarrolladas para el Fondo Monetario Internacional, ¿se imaginan qué podría decir y
proponer sobre la inmortalidad?.
Nacho Fernández del Castro, 2 de Mayo de 2013
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