«Cunde la idea de la democracia
más como una causa que como una consecuencia. No es una formulación inocente.»
(Manuel VÁZQUEZ MONTALBÁN; Barcelona, España,
27 de julio de 1939 -
Bangkok, Tailandia, 18 de octubre de 2003. Panfleto desde el planeta de los simios, 1995.)
En las sociedades
contemporáneas económicamente desarrolladas y con sistemas parlamentarios, la democracia
se ha ido convirtiendo en eso que la ciudadanía
bien pensante (o sea, los poderosos,
sus testaferros políticos, los votantes de éstos y sus voceros mediáticos; los pilares de la
sociedad, que diría Henrik Ibsen) llaman las “reglas del juego”... Es decir, el sufragio periódico que (triquiñuelas estadísticas de por medio)
permite a la ciudadanía cambiar de opinión (elegir otro producto de los que, acabados y
finalistas, les ofrece el mercado
partidario) cada cierto tiempo establecido, y un complejo catálogo de procedimientos y reglamentos que determinan las condiciones estadísticas para
elaborar, eliminar y cambiar normativa de distinto rango y ámbito.
En
definitiva, la democracia se ha hecho
fuerte en torno a la condición que
hace a las normas “democráticas”,
abandonando casi por completo cualquier enfoque
procesual y finalista centrado en la creación
y estímulo de cauces para una participación continuada y sin interrupciones de
la ciudadanía en los asuntos que le conciernen de modo que cada cual pueda
sentirse verdaderamente partícipe de las normas
que los regulan.
Por
supuesto, no es inocente primacía de la versión
reglamentista frente a la vital... La
democracia como forma de vida, como resultado
del hacer social más que como causa, devuelve
el poder realmente al pueblo y hace los procesos más parsimoniosos.
Y
la casta política, claro está, necesita
celeridad a la hora de ejecutar los deseos de los amos a los que
representa... Y, por ende, cada día más (como lo demuestra su demonización de toda disidencia y
resistencia, o el nerviosismo que le producen los “escraches”), teme al pueblo.
Nacho Fernández del Castro, 3 de Mayo de 2013
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