«La señora
Barrington se detuvo en el camino del jardín.
-Verdaderamente, creo que le debo una disculpa
–Alma caminó hasta ella–. Hemos sido amigas demasiado tiempo para hablarnos
así. Demasiado tiempo.
-Me temo que está usted demasiado acostumbrada a
decirle a Boyd todo lo que se le pasa por la cabeza como para recordar que
otras personas pueden no estar demasiado acostumbradas a su falta de tacto –la
señora Barrington lanzó a Alma una sonrisa gélida pero no del todo desagradable–.
La franqueza es una cosa en nuestra casa y otra muy distinta en casa ajena.
-Estoy de acuerdo –Alma pudo oír su propia y débil
disculpa.
-Me temo, querida mía, que no basta con que esté de
acuerdo. Ha dicho usted cosas muy crueles, ¿sabe?. Ha hecho daño a la gente una
y otra vez. Y sigue haciéndolo.»
(James
Otis PURDY; Hicksville, Ohio, Estados Unidos, 17 de julio de 1914 – Englewood,
New Jersey,
13 de Marzo de 2009. The Nephew -El sobrino-, 1961 -1962 para la primera
edición en castellano-.)
Hasta un
benemétito escritor maldito, como
James Purdy (que hoy sería centenario), se daba cuenta de que la franqueza está muy sobrevalorada en
nuestra sociedad occidental... Acaso
se daba cuenta de un modo muy especial precisamente por ese halo de malditismo que, en una sociedad
especialmente puritana como la estadounidense, lo llevó a recorrer con fortuna
menguada los despachos de las más diversas editoriales.
Esa sociedad que consagra la mentira como la más abominable de las
faltas y la mayor de las amenazas para la vida pública, desarrolla,
paralelamente, toda una suerte de subterfugios para cubrir lo anticonvencional bajo ingentes capas de hipocresía... Para hacer, por ejemplo,
que pueda crecer el alcoholismo en
plena ley seca. ¡Todo sea por el
negocio!.
Y, así, fueron desarrollando el sistema por
el que, primero, las mafias y, luego (ahora), los honorables grandes industrias
transnacionales controlaban (de hecho, ponían y quitaban) las caras visibles de
la farándula política para jugar al juego de la democracia... Incluyendo,
incluso, en el decorado (sobre todo al principio, cada vez menos) para que la
hipocresía tomase cuerpo alguna eventual detención (incluso condena) de un
capo, alguna multa más o menos onerosa a una multinacional o algún juicio a “representantes”
políticos que habían hecho demasiado evidente su corrupción.
Pero, eso sí, mentir sobre la comprobación
en el propio bajo vientre de las habilidades orales de una becaria seguía
estando muy mal visto en un presidente.
Ahora, en tiempos del capitalismo globalizado y la opresión
simbólica, el asunto se ha generalizado a todo el mundo... Así que aquí
estamos con la casta política “representando
su (pésimo) teatrillo de sombras” guionizado por los grandes poderes económicos y pidiendo que se les juzgue sólo por la
verosimilitud con la que son capaces
de interpretar su ficción.
Así que, si uno no pertenece a la farándula
gobernante ni a los guionistas y productores de la representación, no puede
dejar de coincidir con Purdy en que la
franqueza está sobrevalorada... Y no sólo por las inmensas dosis de hipocresía que la envuelven, sino, y
sobre todo, por su insultante asimetría: cuando esa sinceridad la ejercen los poderosos
sobre la gente de a pie es aplaudida
bajo nombres como campechanía, claridad
o, incluso, responsabilidad; si es la
ciudadanía la que la usa con quienes
mandan (de forma directa o interpuesta) es denostada bajo denominaciones como escrache, desorden, vandalismo o,
simplemente, violencia. O sea que la franqueza es su virtud y nuestro delito.
¿No llevamos ya demasiado tiempo aceptándolo “de buen rollo”?.
Nacho Fernández del Castro, 11 de Abril de 2014
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