«Antiguamente se les
decía a los niños que nacían de un repollo, pero ellos asistían a la gran
escena del adiós a la cabecera del moribundo. Hoy son iniciados desde la más
tierna infancia en la fisiología del amor, pero cuando se asombran porque ya no
ven a su abuelo les dicen que está descansando en un bello jardín de flores
(...). Y al mismo tiempo que la censura, surge la transgresión: en la
literatura maldita reaparece esa mezcla de erotismo y muerte (perseguida entre
los siglos XVI y XVIII) y, en la vida cotidiana, la muerte violenta.»
(Philippe ARIÈS; Blois, Loir y
Cher, Francia, 21 de julio de 1914 – París, 8 de febrero de 1984.
Essais sur l'histoire de la mort en
Occident : du Moyen Âge à nos jours – Morir en Occidente.
Desde la Edad Media hasta
nuestros días-, 1975 –edición en castellano, por ejemplo, en
2011-.)
Aquí y ahora, hace falta ponerse muy
historiográficamente circunspecto, a lo Philippe Ariès, o muy surrealistamente
dicharachero, a lo Gila, para poder hablar de la muerte sin empacho (en ambos
casos, con un distanciamiento que
impide cualquier dolor).
Recrearse en la muerte vívida es cosa, en todo caso, de la representación artística, con frecuencia, marginal (como el cine serie B o el hiperrealismo gore) aunque puede llegar a teñir (siempre de forma estilizada
y edulcorada) algunas superproducciones comerciales.
La muerte real, seca, sin aspaviento, no vende, en fin, en un mundo
en el que todo se vende, porque, tras el negocio postrero de las pompas
fúnebres, los muertos se convierten en clientes declinantes
poco susceptibles de ser bombardeados con nuevas necesidades industrialmente
diseñadas.
Y es que, para una sociedad que centra su ser en la apariencia
y el espectáculo, la muerte resulta un fenómeno demasiado finalista
y limitado... Por eso se mantiene un cierto discurso adolescente (y
para adolescentes) de la superación de la muerte a través de zombis
(cuando ya no resultan creíbles los paraísos ultraterrenos o las reencarnaciones
sucesivas) que garantice la primacía en la sociedad madura del mito
de la eterna juventud... Al fin y al cabo, los (y las) peterpanes sí
son excelentes clientes ávidos de continuas novedades para sus consumos
protésicos, gimnásticos, ergonómicos, dietéticos, cosméticos y hasta éticos (esa
nueva congregación siempre a la busca de productos para un “consumo
con causa” que libere y limpie su conciencia).
¿Dónde va a parar?... ¡El mercado necesita mucho más una clientela
moral y físicamente vigoréxica (de laboratorio) que muerta!.
Nacho Fernández del Castro,
4 de Abril de 2014
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