«Estoy satisfecho de confesar
con Unamuno que no tengo fundamento de ninguna clase para mi fe en Dios aparte
de un deseo vehemente de que Dios exista y de que yo y otros, no dejemos de
existir.»
(Martin
GARDNER; Tulsa, Oklahoma, Estados Unidos, 21 de octubre de 1914 –
Norman, 22 de mayo de 2010. The Whys of a
Philosophical Scrivener –Los porqués de
un escriba filósofo -, 1988
-
edición en castellano de 1989-.)
El gran escéptico se reblandecía en su deseo ferviente de una divinidad que, si no protectora, al menos hiciese que las cosas cuadrasen un poco mejor.
Martin Gardner, azote de falsarios y quiromantes, fiscal de toda pseudociencia
y de cualquier creencia infundada,
abanderado de la ciencia que
divulgaba con gracia y rigor, tenía una fe
que sabía ajena a cualquier razón,
prendida precariamente del mero deseo subjetivo.
El problema es que el mero deseo subjetivo, el
sentimiento particular de necesidad
con respecto a una voluntad creadora,
es argumento endeble para afirmar indubitablemente su existencia, por más que en ello se empeñasen Pascal o Unamuno.
Pero hasta ahí vale... Los deseos y sentimientos, mientras no interfieran con las formas de vivri de los demás, son cosa de cada cual y se mueven en
el estricto ámbito de lo subjetivo,
de lo particular, de lo privado.
Otra cosa es cuando se crean instituciones para “consagrar” las creencias admisibles y “condenar” las creencias sancionables, pretendiendo usurpar las voluntades y controlar las conductas
del común de los mortales no sólo por vía directa (fieles), sino también, y esto es lo verdaderamente grave, `por vía
indirecta, a través del control político
de las normas civiles que obliguen
también a los infieles.
Una autoridad
interpuesta que, desde luego, no estaría dispuesto a aceptar ni el propio
Gardner, pese a sus contradicciones.
Nacho Fernández del Castro, 2 de Marzo de 2014
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