«Cuando
yo muera amado mío no cantes para mí canciones tristes, olvida
falsedades del pasado, recuerda que fueron sólo sueños que tuviste. Hubo
un palacio de quimeras en mi rostro. Eso fui. Mi epitafio preferido sería
que mañana, cuando la tierra cubra ese cuerpo dolorido que es el mío, tú
anduvieras desangrándote por calles y plazuelas, diciendo mi nombre, no en
voz baja, que se apaga tan sólo con el ruido de unos pasos, no con
palabras encendidas, ya dijimos que se venden, no con ojos enrojecidos por
las lágrimas, que quizás no serían para mí. Este sueño este sueño que
tuviste y que fue tuyo. Mira, no vayas a la playa, mañana, a esa hora tan
privilegiada, tan justamente pretendida, cuando mi sangre ya esté helada y
mis uñas que comía por no verte y que sólo pintaba de vez en cuando para
ti, ya no serán rosadas ni moradas, negro refugio de gusanos hambrientos.
Si fueran, como dijiste un día para conquistarme, de seda. Pero no habrá
capullos bajo tierra. ¿Por qué deshicimos el mundo soplando sobre él como
antaño sobre un pastel?. El tiempo nos perdió, no el que vivimos, ni el
que soñamos, se nos contagió. Soplará el viento, caerá la lluvia,
pesará la nieve, primero sobre la tierra, después sobre mi cuerpo. Entonces,
a esa hora, cuando en ningún bar de la ciudad puedas encontrar mi mirada,
¿cómo no iba a recordártelo a cada instante?. Construimos un castillo en
la otra orilla. Mataste un pájaro en el monte en primavera para hacer de
sus plumas torreones y cortamos miles de rosas para con sus pétalos
edificar la fachada principal. ¿Recuerdas?. Qué problema planteaba el
puente levadizo: un hada nos sopló al oído que fuera lirios. Y yo, que
siempre fui tan tonta, pregunté, cómo asusta el silencio de mañana, si no
sufriría frío el duende del castillo. No pusiste cristales en las
ventanas. Me enseñaste que, en los castillos medievales, las ventanas sin
cristales. Pero me los concediste y afirmaste que la fuerza de mis ojos
guardaría al duende de morir a causa de los fríos invernales. Cuando yo
muera, mañana, habrá cesado el miedo de pensar que ya siempre estaré sola, entonces
no vagues por las calles, no entres a tomar copas por lo bares, porque si
te ves en los cristales, si te ves reflejado en cualquier parte no verás tus
ojos que yo dije llenos de verbenas, no verás tu boca que besaba sin
razón, tu pelo, ¿está encanecido ahora o sigue siendo de seda como cuando
te disfrazabas de pastor?. Verás tu rostro de cansancio, y tus ojos, que
murieron, son sólo agujeros de metal. Me miraba. Veía un palacio de
quimeras en mi rostro y en mis manos, qué pena que no sirvieran para nada.
Era ausencia. No de tí. Ni de él. Una Mujer me dijo un día que cuando se
empieza no se acaba. Qué falsa invulnerabilidad la felicidad. ¿Dónde
estará ahora?. ¿Dónde estaré mañana?. No me mandes flores a casa. No
pongas rosas sobre el mármol de mi fosa. No vagues por las calles, no
escribas cartas sentimentales que sólo serían para tí. Ese sueño, ese
sueño que tuviste, extraño paraíso de ilusiones, lo supiste, antes que nadie,
cómo muere poco a poco un corazón, cómo atrae la llamada del recuerdo
aunque falso cómo guía nuestros pasos. No te pierdas mañana en historias
que inventamos y apuntamos sobre el viento. Qué mentira nuestra
adolescencia de payasos. Vete, vete allí, mañana, sin cantar
canciones tristes que no serían para mí, entra y pide aquella mesa de
cartón adornada con mariposas blancas. Alguien dijo que suene el acordeón
y Ella, Ella nos citó en París en Primavera. Mira, mañana, a esa hora, qué
miedo tengo ahora, nunca quise dormir sola y de hoy en dos auroras. Pero,
¿qué podía hacer yo?. Qué innoble el amor cuando es simplemente ausencia,
dijo aquel joven atildado, ¿agradeciste tú su mirada de cristal?. Vete
allí mañana y recuerda mis manos de tonta enamorada No de ti. Ni de él.
Tampoco Ella, tan lejana. Cuatro niños alquilaron una mesa para reunir sus
cuerpos, muñecos de cera. Fue a la hora de las luces. Las hogueras El
acordeonista enloqueció, arrancó el puñal de plata de entre sus costillas
y rasgó el instrumento de cartón. No surgieron notas, sólo viento y mil
espejos de color. Él era. Él disfrazado de rufián espiándonos desde su
irreductible rostro de marfil. Agitó en el aire su pañuelo de seda. Qué
grotesco su intento para hacer que apareciera no una paloma, una liebre o
una flor, sino sólo el rostro que siempre había amado. Lo contó luego, que
nos vio, brindando por un futuro, mientras íntimamente seguíamos soñando
en convertirnos en gnomos y en señores de mil tierras conquistadas o en
vasallos de un rey enamorado de las flores. Por qué no dijiste que te ibas
a la guerra. Incluso Él te hubiera dado el corazón. ¿Estaba el
vuestro destrozado por la vida?. No el mío ni por los sueños. La canción.
No cantes para mí canciones tan tristes como aquélla, no me llames esta
noche, no estaré. Luego la vi. El terciopelo rojo de mesas y paredes me
envolvió en la creencia de que escapa todo cuanto vuela. ¿Cómo iba a
contarlo aquella noche?. Me lo dijo de un tirón, anda, vete, sé buena.
Hablasteis de escaramuzas y de lo locas que son algunas chicas. Peter Pan
encerrado bajo siete llaves. Y murió. Abandonado en un oscuro rincón del
calabozo más helado. Salió en los periódicos que, al día siguiente, todos
los niños del mundo a la edad de siete años se sentaron. Qué duro el banco de
madera tras las rejas del Banco de Inglaterra. Medían como metro cuarenta.
Eran, no viejos ni muertos, estaban arrugados. Alcoholizados. No es gran
cosa el alcohol. Sólo que hay noches y casas y ríos y ojos que se cierran
y cuerpos que se balancean y bocas que se abren titubean y se escapan,
vuelan las quimeras. Las noches y las calles. Mata el alcohol, lo dijo Él,
que lo sabía, deshace, era tan digno, tan perfecto, no bebas, decía, vete
a casa, no bebas, decía, vete al campo, no bebas, decía, porque
nada alegra un corazón pervertido por la melancolía. Él lo dijo aquella
noche. El frío cortó la copa de los árboles y el viento trató de derribar
unos cuantos edificios y ví colgados por las esquinas grandes posters
luminosos anunciando la noticia de lo que ya se presentía. Vete allí
mañana, aguardan las estanterías de licores, los mármoles de estrías
dislocadas, las palabras. Hablaban y decían y olvidaban. Y Él. Él vivía de
las noches y de las esferas que el humo de los cigarrillos dibujaba en
ellas. Habló. De Aquella Chica. Qué manías, qué tristes pueden ser algunas
vidas. Qué miedo ahora, pero mañana nada. Quisiera que cantaras canciones
tan tristes como aquélla, pero no llegarán hasta el fondo de la tierra;
quisiera que lloraras, pero las lágrimas no lograrán traspasar el frío de
una lápida; quisiera que con un cuchillo rasgarais en la carne, en la
vuestra que ha sido amada, que inundarais las calles con sangre
desesperada, pero no calará mi fosa para calentar la mía, helada. Cuando
haya muerto, amado mío, quédate como estás ahora, muñeco inerte,
amodorrado bajo mi sábana, no intentes poner en movimiento tus piernas
sólo llenas de serrín. Querido, querido Pinocho, quédate donde estás,
besaré tu nariz tan amada, compréndelo, no puedes andar por el mundo con
ella, no puedes pretender ser bien acogido teniendo en cuenta que no sabes
ni hablar. Juguete que nunca se olvida, vuélvete al bazar. Cristales
transparentes, compañeros de otros tiempos que no contarán historias
confusas como yo las mías. Ni te dirán Querido, querido Pinocho, mañana
llevaría conmigo al centro del olvido tu sonrisa de loco abandonado, tu
cuerpo de serrín. Vete. É
l, un día, ya harto, rompió el
silencio de mi vida. Se lo dijo, a aquel joven ignorante de verbenas.
Aquella Chica es una loca enamorada de la vida. Esa Mujer una loca
enamorada de sí misma, no me esperes a la salida del teatro porque no iré.
Querido, querido Pinocho, vuélvete al bazar. Vete a ver volar los
aviones. Vuelan y revientan en el aire. Y el cielo tiembla. Centellea. Y
es como cuando una estrella o el corazón se desintegra.»
(Ana
María MOIX I MESSEGUER; Barcelona,
1947 - 28 de febrero de 2014.
De No time for flowers y otras historias, 1971.)
Y ello porque no existe “la mujer” (como no
existe “el hombre”), sino mujeres
concretas, diversas y variopintas en su realidad personal y colectiva... Mujeres
que (como los hombres) necesitan ser reconocidas en esa pluralidad, tantas veces doliente, como paso hacia una verdadera implantación social del yo capaz de
integrarse en redes de relaciones
horizontales fructíferas y vitalmente satisfactorias.
Sólo así podemos, hombres y mujeres,
resistir tanto la tentación de un vacuo juego
de dominios y sumisiones (sublimado y jaleado por ese nuevo erotismo literario femenino, tan en
boga) en este entorno hostil de la lucha
por la vida en la competencia
capitalista, como el refugio en el regodeo mortificante y subjetivista de
un leve malditismo.
En una sociedad verdaderamente pluralista.
Nacho Fernández del Castro,
8 de Marzo de 2014
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