«La escuela organizada según ese modelo, éxito/fracaso, permite que unos
triunfen y otros no, pues ya se dice y se repite que no todos pueden triunfar.»
(Gonzalo
AÑAYA SANTOS; Burgos,
1914 - Valencia, 11 de junio de 2008. Que otra escuela.
Análisis para una práctica, 1983.)
La escuela, desde su origen ilustrado, a centrado su actividad
ceremonial y ritualizada, más allá de episódicos anhelos emancipatorios, en una
tarea de normalización y clasificación... Es decir, en separar éxitos
y fracasos para generar el “tejido social” de quienes estarán en las inmediaciones del poder y quienes pasarán
a formar parte de la mano de obra menos
cualificada.
O sea que, en realidad, aunque con la boca
pequeña se hable de combatir el fracaso
escolar, desde siempre los gestores
del sistema educativo han sabido que ese fracaso es inherente al mismo, porque es imprescindible para que el
sistema social legitime la forzosa dedicación de ciertos colectivos
a las tareas menos gratas, más penosas, e incluso la derivación “exclusiva” de
una parte de los mismos hacia procesos de
exclusión.
En suma, la
escuela clasifica porque parte del apriorismo de que su tarea es clasificar, del supuesto de que en el ámbito educativo no todo el mundo puede triunfar.
Un apriorismo y un supuesto, desde luego,
bastante discutible, pues se asienta sobre la base de que, se haga lo que se
haga, siempre habrá infantes que, aún no teniendo anomalías constitutivas específicas, son incapaces
de aprender lo más elemental, lo que el sistema considera, en suma, una condición
de diudadanía.
Esa es la gran contradicción... ¿Cómo se
puede establecer una condición educativa de
ciudadanía tal que quien la establece parte del convencimiento de su imposible distribución
con carácter universal?... Y, más aún, ¿cómo aceptar que estadísticamente la práctica
totalidad de personas excluidas del éxito
educativo estén marcadas por características homogéneas de estatus económico y sociocultural?.
Nacho Fernández del Castro, 10 de Febrero de 2014
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