«¿Se desprende de esto que
rechazo toda autoridad?. Lejos de mí ese pensamiento. Cuando se trata de
zapatos, prefiero la autoridad del zapatero; si se trata de una casa, de un
canal o de un ferrocarril, consulto la del arquitecto o del ingeniero. Para
esta o la otra ciencia especial me dirijo a tal o cual sabio. Pero no dejo que
se impongan a mí ni el zapatero, ni el arquitecto, ni el sabio. Les escucho
libremente y con todo el respeto que merecen su inteligencia, su carácter, su
saber, pero me reservo mi derecho incontestable de crítica y de control. No me
contento con consultar una sola autoridad especialista, consulto varias;
comparo sus opiniones, y elijo la que me parece más justa. Pero no reconozco
autoridad infalible, ni aún en cuestiones especiales; por consiguiente, no
obstante el respeto que pueda tener hacia la honestidad y la sinceridad de tal
o cual individuo, no tengo fe absoluta en nadie. Una fe semejante sería fatal a
mi razón, la libertad y al éxito mismo de mis empresas; me transformaría inmediatamente
en un esclavo estúpido y en un instrumento de la voluntad y de los intereses
ajenos.»

(Mijaíl Aleksándrovich
BAKUNIN; Priamújino, Tver, Imperio Ruso, 30 de mayo de 1814 - Berna,
Suiza,
13 de junio de 1876. Dieu et l'état –Dios
y el Estado-, escrito fragmentariamente a principios de 1871 y
publicado por primera vez en francés en 1882 -1992, por ejemplo, para una
edición en castellano-.)
Pero, claro, ni la
opinión de las personas más diestras en la construcción de edificios puede
determinar la necesidad o no de los mismos o los criterios últimos de
pertinencia y adecuación a sus usos; al igual que quienes se muestren más
eficaces en tal o cual ingeniería o en la planificación de explotaciones de
recursos naturales no renovables no pueden tener la última palabra en la
determinación de la conveniencia o no de explotar un yacimiento, en cómo
hacerlo o en la manera de manejar y distribuir los potenciales rendimientos o
las posibles cargas derivadas.
Porque esos son
temas que atañen a toda la sociedad, a la colectividad en su conjunto... Y es
una obligación inherente a la libertad de
cada cual vincularse a esos procesos
comunes de decisión, políticos (en el mejor sentido del término),
construyendo una opinión informada (a
partir del saber de especialistas) sobre ellos y haciéndola valer en la toma de decisión política a la vez que
ejerce el derecho y el deber ciudadanos de
control sobre los intereses
subyacentes a las propias valoraciones expertas y a quienes han de ejecutar, desde el poder político formal, las decisiones
adoptadas.
Sin esa corresponsabilidad ciudadana que,
partiendo del reconocimiento de los
saberes especiales, los desborda en una participación
abierta en los asuntos públicos
no hay sociedad libre ni democracia que merezca tal nombre.
Lamentablemente,
estamos justo en todo lo contrario... Son los intereses de los poderosos los que dictan los informes de supuestos avalistas con sabiduría específica
sin que nadie los controle... Porque el pueblo
llano se conforma con seguir eligiendo cada cierto tiempo a quienes representarán en el teatro de
sombras parlamentario y gubernamental su más o menos explícito papel de testaferros de esos intereses de dominio.
Nacho Fernández del Castro,
9 de Febrero de 2014
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