«A Nadica esa amoralidad la
desconcertaba, no podía concebirla; era incompatible con los principios de la
ética comunista de Tito en que había sido educada. Llevaba razón Martina,
seguía siendo una pionera. Ana nunca había robado nada y de pronto eso se le
reveló como una carencia. La única transgresión que se había permitido fue su
romance clandestino con Nikola. Eso que, casi dos años después, le seguía
remordiendo la conciencia, a Martina no le hubiera quitado ni una hora de
sueño. A su regreso la esperaban los exámenes finales y volvería a ser la
estudiante esforzada que se quema las pestañas para obtener las calificaciones
más altas (no podía evitarlo, era competitiva, tenía que ganar siempre, viviría
como un fracaso, una derrota, ser superada por Nadica). Pero ahora Ana
reivindicaba su derecho a divertirse, aunque sólo fuere durante los cinco días
de ese viaje de fin de carrera. Y decidió que aquella noche saldría a dar una
vuelta por Moscú con los chicos y Martina, no le importaba que fuera
"peligrosísimo", como aseguraba Nadica. No se hallaba en Belgrado, no
tenía que dar ejemplo, ni responder ante nadie. Una gloriosa sensación de
libertad, el presentimiento, casi certeza, de que algo maravilloso estaba a
punto de sucederle, se apoderó de ella y ya no la abandonó, ni siquiera cuando
un camarero amanerado se acercó a su mesa para informarles de que no estaba
permitido permanecer allí sin consumir, "las mesas son sólo para los
clientes".
Se levantaron ofendidas, resueltas a marcharse de GUM, cuando Martina descubrió el departamento de Pieles de Rusia, a la izquierda del café.
-¡Necesito un abrigo de piel! -proclamó con vehemencia.
Nadica se puso a temblar. Anunció que ella se iba a la planta de souvenirs, en busca de una matrioshka para su sobrina, y las dejó, para alivio de Martina, a quien esa pacata de Nis exasperaba. En el departamento de Pieles de Rusia un abrigo de visón costaba 2.600 dólares, uno de Astrakán, 3.200 dólares y una cazadora de piel de zorro, 4.500 dólares. Martina, con mano experta, palpó un impresionante abrigo negro, de una piel desconocida, valorado en 12.0000 dólares.
-¡Mujer, qué haces! ¡No toques el género! -la increpó, agria, una dependienta hombruna, de mediana edad y gafas de concha.
Sin soltar la manga del abrigo cuya calidad aquilataba, Martina se volvió hacia ella y con voz educada le preguntó:
-Prego?.
Y, a partir de ese momento, se hicieron pasar por italianas, milanesas ricas, desbordantes de dólares e impacientes por deshacerse de ellos. Ante los ojos atónitos de la empleada, se probaron todo el género.
-Questo e bellísimo! -se extasiaba Martina, abriendo y cerrando el abrigo que llevara puesto delante del espejo, observándose de medio lado, de frente, de perfil, alzando la cabeza como las modelos, encantada de verse y admirarse.
-Mi piace tanto!. E molto buon mercato, no te parece? -le preguntaba y Ana, que no sabía italiano, asentía profusamente, disimulando la risa.»
Se levantaron ofendidas, resueltas a marcharse de GUM, cuando Martina descubrió el departamento de Pieles de Rusia, a la izquierda del café.
-¡Necesito un abrigo de piel! -proclamó con vehemencia.
Nadica se puso a temblar. Anunció que ella se iba a la planta de souvenirs, en busca de una matrioshka para su sobrina, y las dejó, para alivio de Martina, a quien esa pacata de Nis exasperaba. En el departamento de Pieles de Rusia un abrigo de visón costaba 2.600 dólares, uno de Astrakán, 3.200 dólares y una cazadora de piel de zorro, 4.500 dólares. Martina, con mano experta, palpó un impresionante abrigo negro, de una piel desconocida, valorado en 12.0000 dólares.
-¡Mujer, qué haces! ¡No toques el género! -la increpó, agria, una dependienta hombruna, de mediana edad y gafas de concha.
Sin soltar la manga del abrigo cuya calidad aquilataba, Martina se volvió hacia ella y con voz educada le preguntó:
-Prego?.
Y, a partir de ese momento, se hicieron pasar por italianas, milanesas ricas, desbordantes de dólares e impacientes por deshacerse de ellos. Ante los ojos atónitos de la empleada, se probaron todo el género.
-Questo e bellísimo! -se extasiaba Martina, abriendo y cerrando el abrigo que llevara puesto delante del espejo, observándose de medio lado, de frente, de perfil, alzando la cabeza como las modelos, encantada de verse y admirarse.
-Mi piace tanto!. E molto buon mercato, no te parece? -le preguntaba y Ana, que no sabía italiano, asentía profusamente, disimulando la risa.»
(Clara USÓN VEGAS; Barcelona, 1961. La hija del Este, 2012.)
No es, no, que nos
repugne el hecho de un hurto ocasional (incluso, seguramente, habremos sustraído
alguna vez un libro o un disco) o una irónica burla en las mecas del mercado de lo superfluo (que seguramente
habremos ridiculizado en público y en privado con cierta frecuencia)... Lo que en realidad nos llega
molestar es que esos actos contra la
propiedad nazcan del mero deseo
irrefrenable del vano objeto del
hurto, la aceptación de la necesidad
de ese producto como seña de identidad
social y, en consecuencia, la sumisión
al poder de mercado como creador de
tales identidades y distribuidor legítimo
de los signos que les dan visibilidad pública. Vamos, que lo que en último
extremo nos hastía es que, lejos de ser conductas que cuestionen la propiedad privada en cuanto elemento
nuclear que articula nuestras sociedades (como cuando “socializábamos”, con
inocente afán juvenil, un libro o un disco para situarlo en otros círculos de transmisión de la cultura en
lecturas y audiciones compartidas
solidariamente), hacen exactamente lo contrario: reconocer la legitimidad e
idoneidad del mercado a la hora de satisfacer los deseos (incluyendo los que él
mismo crea) y atribuír los bienes y servicios como señales visibles de identidad.
Nacho Fernández del Castro,
17 de Septiembre de 2013
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