martes, 17 de septiembre de 2013

Pensamiento del Día, 17-9-2013



«A Nadica esa amoralidad la desconcertaba, no podía concebirla; era incompatible con los principios de la ética comunista de Tito en que había sido educada. Llevaba razón Martina, seguía siendo una pionera. Ana nunca había robado nada y de pronto eso se le reveló como una carencia. La única transgresión que se había permitido fue su romance clandestino con Nikola. Eso que, casi dos años después, le seguía remordiendo la conciencia, a Martina no le hubiera quitado ni una hora de sueño. A su regreso la esperaban los exámenes finales y volvería a ser la estudiante esforzada que se quema las pestañas para obtener las calificaciones más altas (no podía evitarlo, era competitiva, tenía que ganar siempre, viviría como un fracaso, una derrota, ser superada por Nadica). Pero ahora Ana reivindicaba su derecho a divertirse, aunque sólo fuere durante los cinco días de ese viaje de fin de carrera. Y decidió que aquella noche saldría a dar una vuelta por Moscú con los chicos y Martina, no le importaba que fuera "peligrosísimo", como aseguraba Nadica. No se hallaba en Belgrado, no tenía que dar ejemplo, ni responder ante nadie. Una gloriosa sensación de libertad, el presentimiento, casi certeza, de que algo maravilloso estaba a punto de sucederle, se apoderó de ella y ya no la abandonó, ni siquiera cuando un camarero amanerado se acercó a su mesa para informarles de que no estaba permitido permanecer allí sin consumir, "las mesas son sólo para los clientes".
Se levantaron ofendidas, resueltas a marcharse de GUM, cuando Martina descubrió el departamento de Pieles de Rusia, a la izquierda del café.
-¡Necesito un abrigo de piel! -proclamó con vehemencia.
Nadica se puso a temblar. Anunció que ella se iba a la planta de souvenirs, en busca de una matrioshka para su sobrina, y las dejó, para alivio de Martina, a quien esa pacata de Nis exasperaba. En el departamento de Pieles de Rusia un abrigo de visón costaba 2.600 dólares, uno de Astrakán, 3.200 dólares y una cazadora de piel de zorro, 4.500 dólares. Martina, con mano experta, palpó un impresionante abrigo negro, de una piel desconocida, valorado en 12.0000 dólares.
-¡Mujer, qué haces! ¡No toques el género! -la increpó, agria, una dependienta hombruna, de mediana edad y gafas de concha.
Sin soltar la manga del abrigo cuya calidad aquilataba, Martina se volvió hacia ella y con voz educada le preguntó:
-Prego?.
Y, a partir de ese momento, se hicieron pasar por italianas, milanesas ricas, desbordantes de dólares e impacientes por deshacerse de ellos. Ante los ojos atónitos de la empleada, se probaron todo el género.
-Questo e bellísimo! -se extasiaba Martina, abriendo y cerrando el abrigo que llevara puesto delante del espejo, observándose de medio lado, de frente, de perfil, alzando la cabeza como las modelos, encantada de verse y admirarse.
-Mi piace tanto!. E molto buon mercato, no te parece? -le preguntaba y Ana, que no sabía italiano, asentía profusamente, disimulando la risa.»

 (Clara USÓN VEGAS; Barcelona, 1961. La hija del Este, 2012.)
A veces, muchas veces, la desenvoltura y el descaro de las gentes devotas de la sociedad del espectáculo, tan occidental y aparente, resulta bastante ofensiva a los ojos de quienes hemos crecido entre la modestia de un hogar humilde y una forma  de entender las relaciones con los demás y con el mundo básicamente austera y solidaria.

No es, no, que nos repugne el hecho de un hurto ocasional (incluso, seguramente, habremos sustraído alguna vez un libro o un disco) o una irónica burla en las mecas del mercado de lo superfluo (que seguramente habremos ridiculizado en público y en privado con cierta frecuencia)... Lo que en realidad nos llega molestar es que esos actos contra la propiedad nazcan del mero deseo irrefrenable del vano objeto del hurto, la aceptación de la necesidad de ese producto como seña de identidad social y, en consecuencia, la sumisión al poder de mercado como creador de tales identidades y distribuidor legítimo de los signos que les dan visibilidad pública. Vamos, que lo que en último extremo nos hastía es que, lejos de ser conductas que cuestionen la propiedad privada en cuanto elemento nuclear que articula nuestras sociedades (como cuando “socializábamos”, con inocente afán juvenil, un libro o un disco para situarlo en otros círculos de transmisión de la cultura en lecturas y audiciones compartidas solidariamente), hacen exactamente lo contrario: reconocer la legitimidad e idoneidad del mercado a la hora de satisfacer los deseos (incluyendo los que él mismo crea) y atribuír los bienes y servicios como señales visibles de identidad.

Lo que, en suma, resulta tan aborrecible en la voluntad de hacerse torticeramente con lo que está fuera del alcance de alguien es, precisamente, que, haciéndolo así, se da carta de naturaleza al artificioso y perverso modelo consumista de satisfacción de las necesidades... O sea, se hace el rendibú al mercado concediéndole, sin recelo alguno, el papel de controlador último de los deseos públicos y privados.
Nacho Fernández del Castro, 17 de Septiembre de 2013

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