«Como apuntó el historiador
mexicano Edmundo O’Gorman, nuestro continente no fue descubierto por los
conquistadores españoles, sino inventado por ellos. O, en el mejor de los
casos, reinventado conforme a los dictados de la imaginación medieval: hábitat
de monstruos y prodigios, utopía e infierno tropical, espacio fuera del tiempo,
refugio de locos y poetas al margen de la civilización. Y todavía hoy, cuando
se dibujan las fronteras de Occidente —Estados Unidos y Canadá, la Unión Europea y
anexos y, olvidando cualquier precisión geográfica, Australia y Nueva Zelanda—,
se excluye sin temor a América Latina, haciendo caso omiso de nuestras
reivindicaciones de ser, en palabras de Octavio Paz, una porción esencial,
aunque excéntrica, de ese reino (o al menos el “Extremo Occidente” al que se
refería el diplomático francés Alain Rouquié). Si nadie nos acepta en ese
exclusivo club, no se debe a nuestros problemas de desarrollo o a nuestro
pasado indígena, sino a la perenne voluntad europea de mantenernos como
receptáculos de sus frustraciones y deseos. De sus fantasías.
No es éste el lugar para discernir las minucias académicas que separan al realismo mágico de lo real maravilloso y otras nomenclaturas semejantes: basta subrayar cómo una categoría artística se convirtió de pronto en una etiqueta sociopolítica. La definición canónica establece que, a diferencia de la literatura fantástica tradicional, donde no escasean la magia o los milagros, la característica esencial de su vertiente latinoamericana es la indiferencia ante lo extraordinario. Una muchacha vuela por los aires, y nosotros alzamos los hombros; un cadáver pregunta por su padre, y bostezamos; el tiempo corre en sentido inverso, y hacemos un mohín de fastidio; los niños nacen con cola de cerdo y, ay, preferimos una telenovela. Como la sinrazón nos gobierna, lo que en cualquier otra parte —más civilizada, habría que añadir— sería considerado antinatural y desataría curiosidad, pasmo o morbo, aquí apenas nos distrae. Cuando los críticos de Cambridge, Harvard o París se llenan la boca con el término realismo mágico, nosotros imaginamos una variante del realismo socialista.
¿En qué papel nos deja esta tesis?. Una vez más aparecemos como buenos salvajes, dominados por la superstición y el misterio, habituados a convivir con lo sobrenatural o, en el otro extremo, como un pueblo primitivo que demuestra su apatía ante lo insólito. La interpretación social de un recurso literario adquiere, así, un matiz político perturbador: a los latinoamericanos no nos distingue nuestra fantasía, sino nuestra resignación. Una resignación de turbio origen católico que explica el conformismo que nos convierte en súbditos dóciles, en bien dispuesta carne de cañón, en sucesivas víctimas del colonialismo, el imperialismo, el comunismo, el capitalismo.»
No es éste el lugar para discernir las minucias académicas que separan al realismo mágico de lo real maravilloso y otras nomenclaturas semejantes: basta subrayar cómo una categoría artística se convirtió de pronto en una etiqueta sociopolítica. La definición canónica establece que, a diferencia de la literatura fantástica tradicional, donde no escasean la magia o los milagros, la característica esencial de su vertiente latinoamericana es la indiferencia ante lo extraordinario. Una muchacha vuela por los aires, y nosotros alzamos los hombros; un cadáver pregunta por su padre, y bostezamos; el tiempo corre en sentido inverso, y hacemos un mohín de fastidio; los niños nacen con cola de cerdo y, ay, preferimos una telenovela. Como la sinrazón nos gobierna, lo que en cualquier otra parte —más civilizada, habría que añadir— sería considerado antinatural y desataría curiosidad, pasmo o morbo, aquí apenas nos distrae. Cuando los críticos de Cambridge, Harvard o París se llenan la boca con el término realismo mágico, nosotros imaginamos una variante del realismo socialista.
¿En qué papel nos deja esta tesis?. Una vez más aparecemos como buenos salvajes, dominados por la superstición y el misterio, habituados a convivir con lo sobrenatural o, en el otro extremo, como un pueblo primitivo que demuestra su apatía ante lo insólito. La interpretación social de un recurso literario adquiere, así, un matiz político perturbador: a los latinoamericanos no nos distingue nuestra fantasía, sino nuestra resignación. Una resignación de turbio origen católico que explica el conformismo que nos convierte en súbditos dóciles, en bien dispuesta carne de cañón, en sucesivas víctimas del colonialismo, el imperialismo, el comunismo, el capitalismo.»
(Jorge Luis
VOLPI ESCALANTE; Ciudad de México, México, 10 de julio de 1968. El insomnio de
Bolívar, 2009.)
Nuestro imaginario
latinoamericano de occidentales
(¡que exageración esa que, saltando por encima de cualquier evidencia geográfica,
nos funde con los australianos descendientes de Cook y los presos de Su
Majestad, pero no con los aborígenes, con los neozelandeses descendientes de
aventureros, pero no con los maorís, y nunca, faltaría más con nuestros vecinos
magrebís!) bien pensantes nos sitúa
ante un “más allá” que invita por igual a la utopía que a la distopía,
a la atracción que a la repulsión, al abrazo que al recelo.
Y es bien cierto que media Europa vivió
durante mucho tiempo de los recursos americanos, pero, más allá de ese expolio con añagaza civilizatoria que fue la colonización,
Latinoamérica sigue apareciendo ante nuestra confusa mirada bajo la ambigua y
dual neblina de lo extramundano incontrolable
que promete venturas insospechadas y
amenaza con desdichas sin cuento.
Así que es una lástima que a las buenas
gentes latinoamericanas, acostumbradas a una sumisión de siglos en los que nada demasiado bueno cabcabía esperar
y herederas al fin de nuestra (in)noble estirpe, les cueste tanto percibir esa dualidad transcendente que, aún hoy,
envuelve su tierra a nuestros ojos...
Nacho Fernández del Castro,
18 de Septiembre de 2013
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