domingo, 10 de marzo de 2013

Pensadora Invitada, 10-3-2013



«El individuo puede idear toda clase de objetivos personales, de fines, de esperanzas, de perspectivas, de las cuales saca un impulso para los grandes esfuerzos de su actividad; pero cuando lo impersonal que lo rodea, cuando la época misma, a pesar de su agitación, está falta de objetivos y de esperanzas, cuando a la pregunta planteada […] sobre el sentido supremo más allá de lo personal […] de todo esfuerzo y de toda actividad, se responde con el silencio del vacío, este estado de cosas paralizará justamente los esfuerzos de un carácter recto, y esta influencia, más allá del alma y de la moral, se extenderá hasta la parte física y orgánica del individuo.
Para estar dispuesto a realizar un esfuerzo considerable que rebase la medida de lo que comúnmente se practica, sin que la época pueda dar una contestación satisfactoria a la pregunta “para qué”, es preciso un aislamiento y una pureza moral que son raros y una naturaleza heroica o de vitalidad particularmente robusta.»
(Thomas MANN; Lübeck, Alemania, 6 de junio de1875 – Zúrich, Suiza, 12 de agosto de 1955. Der Zauberberg -La montaña mágica-, 1924 -1934 para la primera edición en castellano-.)
Son cada vez más   los fracasados escolares, que resisten en los centros de enseñanza esperando el momento de la liberación de la escuela, y quienes pierden, con el tiempo, la voluntad y las ganas y se rinden ante la evidencia de que su esfuerzo no se corresponde con lo que han de alcanzar.
Sometidos desde muy pequeños a una socialización ficticia,  arrancados de una comunidad  lingüística y diversa en su composición,  y de todo contacto con la vida real, los niños y las niñas inician el camino de un encierro de al menos 13 años en el que serán sometidos a todo tipo de rituales burocráticos y desarrollarán un lenguaje entre iguales, por abajo, mientras desconfían del lenguaje académico que se les va imponiendo. Cuando llega el momento óptimo del comienzo de la alfabetización, sobre los 6 años, ya han aprendido que la escuela es un espacio de representación  del mundo real, que distribuye roles y afianza exclusiones de las que es casi imposible salir;  donde la emoción no tiene cabida. Poco a poco van penetrando en una jungla de contenidos enmarañados y compartimentados, que ocupan buena parte de su existencia, en forma de tareas diseñadas para el lucimiento institucional.  En este recorrido, con la percepción nítida pero aún sin elaborar del mundo que los rodea, los adolescentes se preguntan constantemente “¿para qué?”  La instrumentalización del saber y la creciente especialización auguran una deriva personal y colectiva,  al relacionar el conocimiento con un trabajo estrictamente diseñado para él (nunca se estará suficientemente preparado para enfrentarse al mercado laboral); y al disociar los aspectos éticos y humanísticos de la ciencia, cada vez más encaminada   a servir a grandes corporaciones.
Cuantas más horas, mejor, parece ser el lema. La necesidad de las familias de tener un lugar para acoger a sus hijos no justifica la intensidad de la carga que han de acometer los niños y jóvenes, con programas de obligado cumplimiento imposibles de asumir. De este modo, la brecha entre quienes siguen gustosamente los planes académicos y quienes se han rendido ante ellos aumenta constantemente; del mismo modo que la asunción por parte de las familias de su parte de carga no puede realizarse del mismo modo por unas y por otras. Incluso la vida familiar se ve gravemente trastocada por la necesidad de cumplir con los protocolos escolares.
Sin duda que las palabras de Thomas Mann se refieren a muchachos burgueses. Los que nacimos en los 60 vivimos la novedad de que un sector amplio de la población obrera llegaba a los estudios superiores y mejoraba así su nivel de vida. Sin embargo, esta situación cambió a partir de la generación nacida en los 80, esa generación perdida que no ha cotizado a la Seguridad Social, que ha trabajado de forma precaria e inestable, que se nos presenta, a su pesar, como la generación mejor preparada y sin salidas. Las continuas reformas educativas no han hecho sino reforzar la angustia y el dolor, la imposibilidad de amar los saberes. La escuela es un lugar donde no se vive ni se aprende.
Y así estamos. Embrutecidos por los dos extremos del trabajo de sol a sol y el desempleo, no podemos pensar ni actuar colectivamente. Preferimos creer que no es nuestro modo de vida el que falla,  sino que la escuela aún no es lo suficientemente exclusiva. Así nos convencen los de arriba de que son necesarias nuevas leyes educativas, como la que va a ser aprobada, que, convirtiendo el saber definitivamente en cuota de mercado, dirimirá muy pronto quiénes van a pelearse por un trabajo (mal remunerado para la mayoría) y quiénes van a formar los ejércitos de repuesto, a través de un   negocio privado de obtención de competencias y titulaciones.
Yolanda Díaz Coca, 10 de Marzo de 2013

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