«El individuo puede idear toda clase de
objetivos personales, de fines, de esperanzas, de perspectivas, de las cuales
saca un impulso para los grandes esfuerzos de su actividad; pero cuando lo
impersonal que lo rodea, cuando la época misma, a pesar de su agitación, está
falta de objetivos y de esperanzas, cuando a la pregunta planteada […] sobre el
sentido supremo más allá de lo personal […] de todo esfuerzo y de toda
actividad, se responde con el silencio del vacío, este estado de cosas
paralizará justamente los esfuerzos de un carácter recto, y esta influencia,
más allá del alma y de la moral, se extenderá hasta la parte física y orgánica
del individuo.
Para estar dispuesto a realizar un esfuerzo
considerable que rebase la medida de lo que comúnmente se practica, sin que la
época pueda dar una contestación satisfactoria a la pregunta “para qué”, es
preciso un aislamiento y una pureza moral que son raros y una naturaleza
heroica o de vitalidad particularmente robusta.»
(Thomas MANN; Lübeck, Alemania, 6 de junio de1875 – Zúrich, Suiza,
12 de agosto de 1955. Der Zauberberg
-La montaña mágica-, 1924 -1934 para la primera edición en
castellano-.)
Sometidos desde muy pequeños a una socialización ficticia, arrancados de una comunidad lingüística y diversa en su composición, y de todo contacto con la vida real, los niños
y las niñas inician el camino de un encierro
de al menos 13 años en el que serán sometidos a todo tipo de rituales
burocráticos y desarrollarán un lenguaje entre iguales, por abajo, mientras
desconfían del lenguaje académico que se les va imponiendo. Cuando llega el
momento óptimo del comienzo de la alfabetización, sobre los 6 años, ya han
aprendido que la escuela es un espacio de representación del mundo real, que distribuye roles y
afianza exclusiones de las que es casi imposible salir; donde la emoción no tiene cabida. Poco a poco
van penetrando en una jungla de contenidos enmarañados y compartimentados, que
ocupan buena parte de su existencia, en forma de tareas diseñadas para el
lucimiento institucional. En este
recorrido, con la percepción nítida pero aún sin elaborar del mundo que los
rodea, los adolescentes se preguntan constantemente “¿para qué?” La
instrumentalización del saber y la creciente
especialización auguran una deriva personal y colectiva, al relacionar el conocimiento con un trabajo
estrictamente diseñado para él (nunca se estará suficientemente preparado para
enfrentarse al mercado laboral); y al disociar los aspectos éticos y
humanísticos de la ciencia, cada vez más encaminada a servir a grandes corporaciones.
Cuantas más horas, mejor, parece ser el lema.
La necesidad de las familias de tener un lugar para acoger a sus hijos no
justifica la intensidad de la carga que han de acometer los niños y jóvenes,
con programas de obligado cumplimiento imposibles de asumir. De este modo, la
brecha entre quienes siguen gustosamente los planes académicos y quienes se han
rendido ante ellos aumenta constantemente; del mismo modo que la asunción por
parte de las familias de su parte de carga no puede realizarse del mismo modo
por unas y por otras. Incluso la vida familiar se ve gravemente trastocada por
la necesidad de cumplir con los protocolos escolares.
Sin duda que las palabras de Thomas Mann se
refieren a muchachos burgueses. Los que nacimos en los 60 vivimos la novedad de
que un sector amplio de la población obrera llegaba a los estudios superiores y
mejoraba así su nivel de vida. Sin
embargo, esta situación cambió a partir de la generación nacida en los 80, esa
generación perdida que no ha cotizado
a la Seguridad Social, que ha trabajado de forma precaria e inestable, que se
nos presenta, a su pesar, como la generación mejor preparada y sin salidas. Las continuas reformas educativas no
han hecho sino reforzar la angustia y el dolor, la imposibilidad de amar los
saberes. La escuela es un lugar donde no se vive ni se aprende.
Yolanda
Díaz Coca, 10 de Marzo de 2013
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