«Tendido en el
diván, envuelto en la caricia blanda del pijama, satisfecho de sus horas de
trabajo y con una felicidad en el corazón, que de tanta, de tanta, casi le
dolía..., esperaba y perdía el pensamiento y la mirada hacia el fondo de etérea
inmensidad que, cortado por las góticas torres blancas y rojas de San Pablo, el
cielo abría sobre el retiro. Las nubes, las torres, las frondas, teñíanse a
través de las vidrieras del hall
en palidísimos gualdas y rosas y amatistas.»
(Felipe TRIGO Y SÁNCHEZ; Villanueva de la Serena, Badajoz, 13 de
febrero de 1864 - Madrid, 2 de septiembre de 1916. Los abismos, 1913.)
A veces, acaso pocas, somos capaces de
sentirnos bien, conformes con nuestros actos y cálidamente protegidos, casi
felices, en medio de este mundo inhóspito...
Y,
claro, en esas ocasiones solemos estar en alguna suerte de retiro o refugio, físico y afectivo, que nos permite mirar
las cosas y la vida con la distancia suficiente para sentirnos a salvo de sombras y penurias, para creernos en disposición de disfrutar de todo lo bueno y venturoso.
¡Ah!,
pero la felicidad es efímera, y más
en tiempos de precariedad y oprobio globalizado, así que pronto nos
damos cuenta de que el cobijo nunca
es completo e implica niveles de clausura
poco compatibles con la verdadera sensación
de estar vivo.
Porque,
en el fondo, la vida no es sino la asunción permanente (y, a poder ser,
racional) de riesgos... Permanecer envueltos en la calidez blanda de lo absolutamente seguro, recreándonos en nuestra propia y satisfecha
probidad y mirando el entorno desde
lejos como un paisaje de colores y temores rebajados por la distancia, es
algo, supongo, muy parecido al sosiego de
la muerte.
Nacho Fernández del Castro, 12 de Marzo de 2013
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