«El amor, ¿a qué huele?. Parece, cuando se ama,
que el mundo entero tiene rumor de primavera.
Las hojas secas tornan y las ramas con nieve,
y él sigue ardiente y joven, oliendo a rosa eterna.
Por todas partes abre guirnaldas invisibles,
todos sus fondos son líricos -risa o pena-,
la mujer a su beso cobra un sentido mágico
que, como en los senderos, sin cesar se renueva...
Vienen al alma música de ideales conciertos,
palabras de una brisa liviana entre arboledas;
se suspira y se llora, y el suspiro y el llanto
dejan como un romántico frescor de madreselvas...»
que el mundo entero tiene rumor de primavera.
Las hojas secas tornan y las ramas con nieve,
y él sigue ardiente y joven, oliendo a rosa eterna.
Por todas partes abre guirnaldas invisibles,
todos sus fondos son líricos -risa o pena-,
la mujer a su beso cobra un sentido mágico
que, como en los senderos, sin cesar se renueva...
Vienen al alma música de ideales conciertos,
palabras de una brisa liviana entre arboledas;
se suspira y se llora, y el suspiro y el llanto
dejan como un romántico frescor de madreselvas...»

(Juan Ramón
JIMÉNEZ MANTECÓN; Moguer, Huelva, 23 de diciembre de 1881 – San
Juan, Puerto Rico,
29 de mayo de 1958; Premio
Nobel de Literatura 1956.
“El amor, ¿a qué
huele?” en Laberinto, 1913.)
El
resto es ya una cuestión de recomponer, lírica
y colectivamente (o sea, desde el
discurso divergente y los actos disidentes), la verdad de nuestras risas y nuestras penas.
Nacho Fernández del Castro, 2 de Marzo de 2013
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