«1. La educación es un derecho.
La educación no es un bien que, una vez
adquirido, se añade a otros bienes del patrimonio de un individuo, sino que su
adquisición se convierte en parte integral de la persona humana. Por lo mismo,
al igual que los demás derechos, debe ser igual para todos, en su declaración
de principio y en su aplicación en la práctica.
(...)
5. Lo que propusimos para el derecho a la
educación se aplica mutatis mutandis
al derecho a la salud.
Se trata también de un derecho igual para
todos. Su traducción a la realidad implica la “seguridad social” para todos,
incluso en los países pobres, la gratuidad de los cuidados, la responsabilidad
de sus costos por parte del presupuesto nacional. Como exige obviamente la
definición de objetivos de etapa; para los países pobres seguramente la
prioridad será la medicina preventiva, la erradicación de las pandemias, etc..»
(Sami NAÏR; Tlemcen, Argelia, 23 de agosto
de 1946. “El derecho a la educación” en
América Latina en movimiento..
Transiciones y alternativas en debate, 436, Septiembre de 2008.)
El tratamiento de la educación o la salud como
un medio para fines externos a la propia ciudadanía que recibe (o no) los servicios que las articulan (desarrollo
económico, mejora de la competitividad de las industrias nacionales, constitución
de una oferta adecuada y flexible ante las demandas cambiantes del mercado
laboral, mantenimiento de la primacía de determinados colectivos frente a
otros, o cualesquiera otros de esos que tan gratos resultan hoy a las bocas y oídos
del neoliberalismo rampante), constituye, en la práctica, su negación como derechos, y su conversión en bienes en el mercado. En realidad, su
consideración como derecho es indisociable
del carácter universal, igualitario y
gratuito del mismo, es decir de su gestión
y prestación públicas, independiente de cualquier condición individual de
las personas destinatarias (clase social, sexo, creencia religiosa, ideología
política, práctica sexual, etnia, etc.). Lo contrario, dejar la educación y la salud
al albur de la iniciativa privada y del devenir de los mercados de
servicios, implica convertirlo, en la práctica, el nivel de acceso
posible de cada cual a las prestaciones educativas y sanitarias en un bien
patrimonial más que se añade a sus posesiones (vivienda, electrodomésticos
o vehículo) como símbolo de status.
Por ello, las tensiones
privatizadoras que sufren estos derechos básicos marcan, en primer
lugar, el camino hacia su disolución como tales, y, por añadidura, son un signo
palmario de la ínfima calidad democrática de nuestros sistemas políticos...
Porque hace mucho que la inmensa mayoría de la casta política con
posibilidades reales de poder no proviene de sectores de población usuarios de
las redes públicas de educación y salud y, por supuesto, tampoco tienen en
ellas a sus cachorros. O sea, no son pueblo, no son ni se consideran iguales.
¡Todo un síntoma de
una sociedad enferma que va resultando ya urgente, por cuestiones de salud
pública, atajar!. Educadamente.
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