«Nada más oírse el timbre que daba por finalizada la clase, él les dijo:
—Adela, Luc, Nico, quedaos un momento, por favor.
Los tres aludidos abrieron primero los ojos y después se miraron entre
sí. El que menos, se aplastó en el asiento como si acabasen de pegarlo con cola
de impacto. El resto de los alumnos se evaporó en cuestión de segundos. Algunos
les lanzaron miradas de ánimo y solidaridad, otros de socarrona burla.
—A pringar —susurró uno de los más cargantes.
Adela, Luc y Nico se quedaron solos. Solos con Felipe Romero, el profesor
de matemáticas. El Fepe para los amigos, además del profe o el de mates, que
era como se le llamaba comúnmente.
El maestro no se puso en pie de inmediato ni empezó a hablarles en
seguida. Continuó sentado estudiando algo con atención. El silencio se hizo
omnipresente a medida que transcurría el tiempo. Más allá de ellos, tras las
ventanas, la algarada que hacían los que ya estaban en el patio subía en
espiral hasta donde se encontraban.»
(Jordi SIERRA
I FABRA; Barcelona, 26 de julio de 1947. Inicio del “Capítulo 1” de
El asesinato del profesor
de matemáticas, 2002.)
Y
ya está... O no está, porque seguramente la cosa acabará en que, digan lo que
digan los mandamases, nuestras autoridades aprovecharán para meternos en
vereda, para hacernos más fuertes en el sufrimiento
creciente, para rebajar los humos de nuestros pretendidos derechos... Vamos, todas esas cosas que se hacen por nuestro bien: quitarnos dinero, quitarnos la vivienda, quitarnos un poquito de salud y educación cada día, quitarnos atención
a nuestras dependencias,... ¡Loable empeño que, sin duda, hará a quienes
logren sobrevivir mucho más resistentes ante la adversidad!.
E,
ingratitudes de la vida, lejos de rendir la pleitesía debida no hacemos más que
protestar contra ese noble afán de nuestras autoridades (y, para colmo estético,
somos feos, ya lo decía Arturo Fernández, que los guapos como él no protestan).
La
cuestión es que esos sacrificados paladines
del recorte de bienes y derechos tienen nombre... Y el descrédito público de su nombre ya lo refleja hasta las encuestas
del Centro de Investigaciones Sociológicas.
Porque
ni siquiera hacen caso a sus amos
cuando alguno de ellos discrepa de la teología
del ajuste (como es el caso, ahora, del nada revolucionario Fondo Monetario Internacional,
persuadido ya, tras su larga experiencia de décadas condenando a países latinoamericanos
y africanos a la quiebra, de que, sólo
con recortes y sin inversión pública que
anime la economía, cualquier conato recuperación es inviable).
Además
es que todos esos amos (Merkel, la troika, los mercados, las agencias de
rating, qué sé yo), como los imaginarios
sociales de Cornelius Castoriadis, son mucho más determinantes del comportamiento de quienes de ellos participan que
determinados,
definidos, precisos. Y
contra los imaginarios colectivos,
por su alta indeterminación, sólo se
puede dar la batalla en el plano simbólico.
Pero eso es demasiado lento, sobre todo cuando se ocupa una posición
totalmente marginal con respecto a las grandes
industrias culturales, para que pueda salvar o consolar siquiera a quienes
tienen su vida precarizada... Así que,
con frecuencia, sólo acertamos a temblar con la algarabía de fondo de unas solidaridades y unas burlas igualmente confusas.
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