«No
existe el infinito:
el infinito es la sorpresa de los límites.
Alguien constata su impotencia
y luego la prolonga más allá de la imagen, en la idea,
y nace el infinito.
El infinito es el dolor
de la razón que asalta nuestro cuerpo.
No existe el infinito, pero sí el instante:
abierto, atemporal, intenso, dilatado, sólido;
en él un gesto se hace eterno.
Un gesto es un trayecto y una trayectoria,
un estuario, un delta de cuerpos que confluyen,
más que trayecto un punto, un estallido,
un gesto no es inicio ni término de nada,
no hay voluntad en el gesto, sino impacto;
un gesto no se hace: acontece.
Y cuando algo acontece no hay escapatoria:
toda mirada tiene lugar en el destello,
toda voz es un signo, toda palabra forma
parte del mismo texto.»
el infinito es la sorpresa de los límites.
Alguien constata su impotencia
y luego la prolonga más allá de la imagen, en la idea,
y nace el infinito.
El infinito es el dolor
de la razón que asalta nuestro cuerpo.
No existe el infinito, pero sí el instante:
abierto, atemporal, intenso, dilatado, sólido;
en él un gesto se hace eterno.
Un gesto es un trayecto y una trayectoria,
un estuario, un delta de cuerpos que confluyen,
más que trayecto un punto, un estallido,
un gesto no es inicio ni término de nada,
no hay voluntad en el gesto, sino impacto;
un gesto no se hace: acontece.
Y cuando algo acontece no hay escapatoria:
toda mirada tiene lugar en el destello,
toda voz es un signo, toda palabra forma
parte del mismo texto.»
(Chantal MAILLARD; Bruselas, Bélgica, 1951; Premio
Nacional de Poesía 2004. “No existe el infinito...” en Matar a Platón, 2004.)
Nos gusta, con mayor o menor consciencia, recrearnos en la idea de infinito, en ese algo tan grande que aplasta por completo
nuestra minúscula condición (y, con
ella, todas las miserias y desvalimientos
de su cotidianidad)... Nos complace sentirnos
morbosamente insignificantes mientras contemplamos el majestuoso esplendor de una noche estrellada... Nos regocijamos en
nuestra desasistida inanidad mientras
navegamos por las inmensidades marinas,
sin tierra a la vista... Nos sentimos impresionados, en nuestra fragilidad diminuta, ante los escarpados riscos de una colosal montaña.
Pero
en los asuntos vitales, como en los físicos, el infinito no existe más allá de la proyección imaginaria de nuestra propia sensación de impotencia... De
ahí su comodidad como idea: es el mejor recurso para legitimar psicológicamente nuestra inacción,
despreciables
partículas mortales, ante las hostilidades
perennes de un mundo dado por fuerzas ilimitadas e incontrolables.
En
fin, que sentirnos náufragos en medio del
infinito es el mejor subterfugio para tratar de autoconvencernos y
convencer a los demás de que no hay nada que hacer ante la inmensidad del oprobio globalizado de nuestros tiempos,
y que, ante la precarización de la vida que
deriva, sólo cabe responder con la sumisión
resignada.
Pero
el infinito no existe... Sólo existen
los instantes abiertos y dilatados
que pueden convertir los gestos y las
voces que cobijan en eternos, en signos que se hacen comunes por formar parte de un
único texto. Así que, para mejor combatir la ilimitada agresión de la realidad, sólo se trata de buscar ese texto de los gestos y las voces comunes.
Porque,
al fin y al cabo, el infinito no existe.
Nacho Fernández del Castro, 12 de Enero de 2013
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