«Mira, reina, cuando
un pintor quiere pintar una casa, pinta una casa, si quiere pintar una cabra,
pinta una cabra para que lo entienda todo el mundo.
Y cuando quiere pintar una mujer,
pinta una mujer, con pelos y señales. Lo demás son mariconadas.»
(Jaime SALOM
VIDAL; Barcelona, 25 de diciembre de 1925 - Sitges, Barcelona, 25
de enero de 2013. Antonia, en conversación con sus compañeras de
burdel, comentando el cuadro de Pablo Picasso
Les demoiselles d’Avignon, 1907, que da título a la obra Las
señoritas de Aviñón, 2000.)
Con relativa frecuencia, el arte no es que
vaya más allá ni más acá que la vida, sino que simplemente la distorsiona y
retuerce para tratar de facilitar una catarsis de la mirada y, en ocasiones,
una cierta reflexión... Así ocurre con la vanguardias,
así ocurre incluso con el hiperrealismo,
porque nuestros ojos ven la vida como un
todo que se interpreta, por hábito o por educación, a partir de algunos detalles
que consideramos centrales y especialmente significativos, pero no
como una eclosión de detalles precisos
que, por su cantidad y minuciosidad
obsesivas, limitan la posibilidad de
una visión de conjunto.
En
definitiva, la vida nos da sorpresas
agradables o dolientes quebrantos,
nos proporciona razones para la risa
o nos hunde en el tedio más lánguido, nos
alienta con hermosos sueños o nos desanima
con sombrías pesadillas... Pero siempre varía nuestro pulso, siempre altera
nuestros latidos.
El
arte no... A veces logra esa catarsis. Pero, en otras tantas ocasiones e
incluso siendo técnicamente sublime, puede
dejar la mirada llena de indiferencia.
Y esa mirada es tan legítima como la de quien ejerce profesionalmente la crítica, porque si las condiciones materiales de su vida le han
impedido adquirir las herramientas capaces de auspiciar la posibilidad de la catarsis, la culpa no es enteramente suya, sino
de quienes han determinado esas condiciones
materiales de su vida (incluyendo su propia parte de responsabilidad en el
desaprovechamiento de las posibles oportunidades
dilapidadas). Vamos que, si la condición de paria o de lumpen social nos
hace percibir mamarrachos donde hay trazos sublimes, la clave no está en
nuestra mirada o en quien maneja el pincel, sino en quien ha tenido algo que
ver con los procesos que han determinado la imposibilidad
material de que los parámetros de
nuestra mirada puedan ser sensibles a las habilidades del pincel.
Aunque,
claro, luego está el mercado concediendo,
por distintos intereses ajenos a lo estético,
valor (aunque sea efímero) a lo que son simples
mamarrachos o negándoselo (aunque sea provisionalmente)
a lo que llegará a considerarse sublime...
Nacho Fernández del Castro, 28 de Enero de 2013
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