«Desconfiemos de aquellos cosmopolitas, que en sus libros van a buscar en apartados climas obligaciones que no se dignan cumplir en torno de ellos. Filósofo hay que se aficiona a los tártaros para excusarse de querer bien a sus vecinos.»
(Jean-Jacques ROUSSEAU; Ginebra, Suiza, 28 de junio de 1712 - Ermenonville, Francia, 2 de julio de 1778. Emilio, o De la Educación, 1762.)
Frecuente ha sido y es, ¡demasiado frecuente!, la eclosión de grandes defensores de causas lejanas que apenas se preocupan de quienes tienen cerca (no es ajeno, por cierto, el propio Rousseau a esto, pues ocupado en sacar de sus experiencias como preceptor de los cachorros de los buenos burgueses sus mejores ideas sobre la educación, no tendría tiempo para prestar la más mínima atención a sus cinco hijos con Thérèse Levasseur, a la que convencería para dejarlos en el hospicio)... Parece, en efecto, que en los “espíritus más cosmopolitas” tienen dificultades para crecer los afectos y la solidaridad directa con lo cercano conocido. Por eso es tan conveniente la precavida desconfianza ante quienes hacen gestos, casi siempre gratuitos, para denunciar lejanos (y, tantas veces, poco informados) desmanes, mientras miran hacia otro lado ante las pequeñas o grandes injusticias y oprobios que ocurren en su propia escuela, en su propio centro de trabajo, en su propio barrio, en su propia casa.
Nacho Fernández del Castro, 19 de Febrero de 2012
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