«¿Qué podía escribírsele a un hombre de este tipo, que, evidentemente, se había enclaustrado, de quien se podía tener lástima, pero a quien no se podía ayudar?. ¿Se le debía quizá aconsejar que volviese a casa, que trasladase aquí su existencia, que reanudara todas sus antiguas relaciones amistosas, para lo cual no existía obstáculo, y que, por lo demás, confiase en la ayuda de los amigos?. Pero esto no significaba otra cosa que decirle al mismo tiempo, con precaución, y por ello hiriéndolo aún más, que sus esfuerzos hasta ahora habían sido en vano, que debía, por fin, desistir de ellos, que tenía que regresar y aceptar que todos, con los ojos muy abiertos de asombro, lo mirasen como a alguien que ha vuelto para siempre; que sólo sus amigos entenderían y que él era como un niño viejo, que debía simplemente obedecer a los amigos que se habían quedado en casa y que habían tenido éxito.»
(Franz KAFKA; Praga, 3 de julio de 1883 – Kierling, cerca de Klosterneuburg, Austria, 3 de junio de 1924.
La condena, 1912.)
La apuesta por “buscarse la vida” lejos del terruño es una constante a lo largo de la historia para las gentes perseguidas y/o desposeídas de la tierra. Y hoy es una opción, casi ya la principal opción, también para una juventud, que a nuestro alrededor, se forma sin encontrar ámbitos cercanos donde validar esa formación más allá de la precariedad y el absurdo (con frecuencia, ni siquiera “pasando por el aro” de la precariedad y el absurdo). Es lo que las asociaciones empresariales y los economistas neoliberales llaman una generación sobre-formada; o sea, hablando en plata, una generación demasiado instruida para dejarse sobre-explotar alegremente sin buscar otras alternativas (por desgracia, habitualmente individuales, que en eso sí ha tenido éxito el imaginario social dominante).
Nacho Fernández del Castro, 17 de Marzo de 2012
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