«Él era de aquellos que, entusiastas y pacientes, después de cada fracaso, preparaba el triunfo imposible pero seguro. Razón por la cual necesitaban vencer. Esos hombres de nada, que habían aniquilado a la monarquía, puesto patas arriba el viejo mundo, ese Trubert, insignificante ingeniero de óptica, ese Evariste Gamelin, pintor oscuro, no esperaban ninguna clemencia de sus enemigos. No tenían más opción que la victoria o la muerte. De ahí su ardor y su serenidad.»
(Anatole François Thibault, conocido como Anatole FRANCE; París, 16 de abril de 1844 -
Saint-Cyr-sur-Loire, 12 de octubre de 1924. Los dioses tienen sed, 1912.)
Los mejores revolucionarios, los más eficaces en la lucha contra los mundos caducos y las variopintas opresiones, no son, evidentemente, las grandes mentes dadas a la interpretación del mundo de una y mil formas, ni los seres marcados por el arrojo con halo del cabecilla... Los mejores revolucionarios son tantos seres anónimos e insignificantes, acostumbrados al fracaso y la derrota, pero convencidos de que, tras cada quiebra, hay que reanudar sin pausa la construcción de nuevas resistencias, hay que colaborar de nuevo en el proceso que anticipa nuevos mundos... Hay que agitar, en suma, la vida con la razón presta al triunfo, en un todo o nada siempre definitivo pero siempre renovable. Porque
sólo desde esa entrega absoluta que renuncia a toda clemencia por parte de lo que se quiere destruir se puede adquirir el ardor y serenidad bastantes para gestionar lo que se ha podido construir... Sin recurrir al terror ni al escarnio.
Nacho Fernández del Castro, 19 de Marzo de 2012
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