«Sí. Todos arrastrábamos una sombra. Pero al llegar a esta ciudad, tuve que
confiar mi sombra al guardián de la puerta.
- Con ella no puedes entrar -me dijo el guardián-. O dejas tu sombra, o te despides de entrar en la ciudad. Tú eliges.
Y yo abandoné mi sombra.»
- Con ella no puedes entrar -me dijo el guardián-. O dejas tu sombra, o te despides de entrar en la ciudad. Tú eliges.
Y yo abandoné mi sombra.»
(Haruki
MURAKAMI; Kioto, Japón, 12 de enero de 1949.
El fin del
mundo y un despiadado país de las maravillas, 1987.)
Y no es precio baladí. Cada cual es, sobre
todo y ante todo, su sombra, el
contorno que uno mismo va conformando y con el que interrumpe la luz que le
llega, la figura que sobre paredes y suelos ofrece a los demás...
Y habrá quien diga que no, que en el fondo es otra
cosa bien distinta... ¡Puro idealismo
espiritualista!. No somos otra cosa que lo que proyectamos hacia los demás,
en definitiva, que nuestra sombra. Porque, además, si queremos “proyectar hacia el exterior” lo que “no somos”, acabaremos por “ser, más o menos, lo que proyectamos”.
Por eso cuando decimos de alguien que “no es él (o ella) ni su sombra” estamos
cometiendo una redundancia... Por eso, cuando algo nos a-sombra, nos deja momentáneamente sin sombra.
Nacho Fernández del Castro, 24 de Mayo de 2012
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