«La ejecución es muy rápida. Monterroso ha muerto de miedo
antes de ser agarrotado. El público sólo percibe una brusca
sacudida de carnes relajadas que por un segundo quedan rígidas
para ablandarse lentamente. Le separan de la máquina y el médico
certifica su muerte. El cadáver es colocado a un extremo, cubierto
con una manta.»
(Víctor
CHAMORRO CALZÓN; Monroy, Cáceres, 29 de agosto de 1939. El
Pasmo, 1987.)
Resulta
curiosa la monotonía, casi burocrática,
que transmite la descripción pormenorizada y aséptica de los pasos de una ejecución.... Y, sin embargo, esa misma
frialdad puntillosa la hace mucho más terrible,
si cabe, porque en ella la muerte
aparece como un simple y último trámite cuyo cumplimiento debe ser administrativamente verificado y registrado.
Algo así como “la póliza definitiva”.
Claro que puede ocurrir que alguien fuerce,
para descrédito de la profesión de verdugo,
la materia de ese formalismo postrero sin aceptar que el mecanismo previsto sea relevante en la ceremonia... O sea, que se muera de
pavor antes de que el instrumento patibulario
cumpla con su deber de segar la vida.
Y acaso por ello, las llamadas “democracias
avanzadas” han ido desarrollando eficaces instrumentos simbólicos para la gestión
social del miedo por el poder que
hacen ya innecesaria la función del
verdugo (es, al fin y al cabo, el paso de la sociedad de El
verdugo, 1963, berlanguiano a la que auguraban los Queridísimos verdugos, 1977,
de Martín Patino).
Pero ya vemos que, en medio de esta opresión globalizada, cuando los brotes de insumisión crecen y amenazan
con extenderse y hacerse más frecuentes, mucha “gente de orden” reclama la
vuelta a lo clásico... Cundo el miedo simbólico (la demonización, la exclusión,...)
no basta para imponer el silencio sumiso,
se recurre de nuevo a las porras y las togas... ¡E incluso hay quien reclama cadenas perpetuas y hasta la recuperación
del más vil de los garrotes!.
Nacho Fernández del Castro, 26 de Mayo de 2012
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