«...Seguía mirándola, y en su rostro se
reflejaba algo así como una pena, como un sentimiento de culpabilidad por no
ser más que eso, un robot. Sintió de repente un choque en su interior. Y se
preguntó si lo era en realidad, si era un robot...»
(Pedro Domingo
Mutiñó, conocido literariamente por el pseudónimo de DOMINGO
SANTOS; Barcelona, 1941. Gabriel, Historia de un robot, 1962.)
Es
curioso que, cuando las filosofías de la
sospecha han logrado poner en solfa los distintos intentos de sustentar una razón unitaria en la modernidad, haya quedado el camino
expedito para que el liberalismo
rampante más smithiano (nada matizado por la tolerante bonhomía de Hume o por los destellos solidarios del utilitarismo
de Stuart Mill o del pragmatismo de Dewey),
es decir, centrado obsesivamente en el egoísmo
como principio básico del desarrollo de
las sociedades, sentase sus reales.
Es curioso que mecanismos
simplistas y absolutamente metafísicos del devenir de la economía y la sociedad,
como la mano negra del mercado o las
irrealizables condiciones de la
competencia perfecta, sean hoy aceptados como un totem sin apenas discusión pública
(y muy escasa disidencia privada). Todos
sabemos, lo vivimos cada día, que la negritud
de los mercados no está tanto en su mano, sino en sus intenciones (un campo de estudio, en todo caso, más sociológico y
psicológico que económico)... También sentimos, cada vez que entramos en una
gran superficie al uso, la completa imposibilidad que como consumidores tenemos
del más mínimo conocimiento sobre las verdaderas relaciones entre la calidad y
el precio de los productos que se nos ofrecen.
Pero seguimos tragando... Y dejando que, bajo tanta hojarasca metafísica, la política (la verdadera política como arte
de articular la convivencia para alcanzar el mayor bien común en una sociedad)
sucumba bajo una forma de interpretar la
economía como realización (egoísta)
de los intereses de los poderosos.
Por lo menos, en la timocracia clásica los muy ricos se atrevían a gobernar
directamente... Pero aquí y ahora les resulta más cómodo actuar tras el telón
de unas pseudodemocracias en las que
sus testaferros políticos les hacen
el juego. Por eso vemos a quienes ocupan los ministerios de turno (y sus
colegas de casta) hablarnos
repetitivamente, con fórmulas ritualizadas y ritmos sincopados, como títeres robóticos que son... ¿Cuántos
serán aún, en
algún momento, capaces de sentir, ante el dolor que provocan en tantas personas,
una mínima culpabilidad por ser lo que son y hacer lo que hacen?...
¿Y habrá alguien, entre ellos, capaz todavía de dudar, incluso, ante el
recuerdo de los viejos días en los que también eran seres humanos y no marionetas
robotizadas?.
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