«Escribí un relato de tres líneas y en la vastedad de su espacio vivieron cómodos un
elefante de los matorrales, varias pirámides, un grupo de ballenas azules con
su océano frecuentado por los albatros y los huracanes, y un agujero negro
devorador de galaxias.
Escribí una novela de trescientas páginas y no cabía ni un alfiler, todo
se hacinaba en aquella sórdida ratonera, había codazos y campos minados,
multitudes errantes que morían y volvían a nacer, cargamentos extraviados,
hechos que se enroscaban y desenroscaban como una tenia infinita, los temas
eran desangrados a conciencia en busca de la última gota, no prosperaba el aire
fresco, se sucedían peligrosas estampidas formadas por miles de detalles
intrascendentes, el piso de este caos ubicuo y sofocador estaba cubierto con el
aserrín de los mismos pensamientos molidos una y otra vez, los árboles eran
genealógicos, los lugares, comunes, y las palabras pesados balines de plomo que se amontonaban
implacablemente sobre el lector agónico hasta enterrarlo.»
(Ángel OLGOSO CABRERA; Cúllar Vega, Granada, 1961. “Espacio” en Astrolabio, 2007.)
Por desgracia son
muchas más las ocasiones en las que extensas propuestas literarias nos asfixian bajo un cúmulo de lugares comunes, de argumentos cansinos, de pensamientos
secos y triturados, de atmósferas irrespirables,
de ese detallismo obsesivo que legitima la intrascendencia, de sagas y árboles genealógicos más propios
del pseudoperiodismo rosa, de plúmbeas palabras que, en fin, nos aplastan,
nos encierran en su “bucle melancólico” desanimando nuestra salida al mundo
para hacer (y transformar).
Nacho Fernández del Castro, 31 de Octubre de 2012
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