jueves, 11 de abril de 2013

Pensamiento del Día, 11-4-2013



«Por todas partes de España donde he ido he sido aclamada espontáneamente; Valencia, Tarragona… En Tarragona lloré como lloro ahora mismo y en cada momento que pienso en lo buenos que han sido todos conmigo. A veces pienso que este éxito es una especie desagravio que me tributa el público por no haberse fijado antes en mí.»
 (María Antonia Abad Fernández, conocida artísticamente como SARA MONTIEL; Campo de Criptana, Ciudad Real, 10 de marzo de 1928 - Madrid, 8 de abril de 2013. Respuesta en una entrevista para  
La Vanguardia, 1957.)
Mito, ante todo, fue Sara Montiel una belleza arrebatadora y una intérprete racial muy conveniente al tópico de “lo hispano”... Encasillada en sus inicios como una cara bonita que lucía desde papeles secundaria, aprovechó el tirón de Locura de amor (1948) de Juan de Orduña para romper el estereotipo lanzándose a la aventura de la floreciente industria cinematográfica mexicana para convertirse en una de las estrellas de su Edad de Oro (adquiriendo incluso la nacionalidad mexicana) con películas como Cárcel de mujeres (1951), de Miguel M. Delgado, o Piel canela (1953), rodada en Cuba por Juan José Ortega. Así que Hollywood acabó acogiéndola para protagonizar, junto a Gary Cooper, Burt Lancaster, Cesar Romero, Ernest Borgnine y Charles Bronson, el Vera Cruz (1954) de Robert Aldrich... Y, en la cresta de la ola, rechazando contratos de exclusividad ofrecidos por Columbia Pictures, siguió la primera carrera americana de una actriz española con Dos pasiones y un amor (Serenade, 1956), junto a Mario Lanza, Joan Fontaine y Vincent Price, de Anthony Mann (su primer marido) o Yuma (Run of the Arrow, 1957), junto a Rod Steiger, Brian Keith y Charles Bronson, de Samuel Fuller. Hasta que, retornada para unas vacaciones españolas, asumiría, por amistad con Juan de Orduña (artífice del imaginario de lo español en el primer franquismo), una pequeñísima producción (incluso para el país y la época), El último cuplé (1957), que sorprendería con una popularidad inmensa y la consagraría como una cantante alternativa a las atipladas voces de la época, asentada sobre tonos de grave sensualidad. Y por esos derroteros seguiría ya su carrera, totalmente volcada en el cultivo de proyectos que permitiesen su mayor lucimiento personal en un fondo casi siempre melodramático... Hasta que la irrupción del fenómeno del destape la derivó, tras Cinco almohadas para una noche (1974) de Pedro Lazaga, definitivamente hacia el mundo de los espectáculos musicales, en vivo o en televisión.
Medio centenar de películas y tres decenas de discos jalonan, pues, la carrera de una mujer inquieta y pionera en su origen que, en su máximo nivel de popularidad, apostó decididamente por el cultivo de sí misma como personaje, renunciando con ello a profundizar su huella en el arte.
Interpretó el éxito en el retorno como el desagravio por parte de un público y una endeble industria que habían estado ciegos antes de su “eclosión americana” y no supo, en consecuencia, más que consagrar su halo frente a las posibilidades de desarrollo de sus talentos.
Breve contribución artística real para la longeva vida de un personaje de farándula.
Nacho Fernández del Castro, 11 de Abril de 2013

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