«Pero, usted lo
sabrá por las películas, tarde o temprano, acabarán capturándole, amigo mío.
¡La justicia es implacable!.»
A
veces con matices (“¡La justicia es lenta
pero implacable!”) o ligerísimas variaciones semánticas (“¡La justicia es inexorable!”).
Y
miles de delincuentes y asesinos no pueden resistir su hilaridad ante tales expresiones mientras gozxan de una libertad
basada en las habilidades para evitar cualquier sospecha o para usar diestros
ardides legales... Miles de abogados, cientos de jueces y fiscales, o de
investigadores policiales, no pueden sino establecer una prudente distancia irónica con respecto a su
propio trabajo, que saben fuertemente ritualizado
a partir de una institucionalización
del mismo que, inevitablemente, supone una cierta quiebra con respecto a las ideas (de inocencia o culpabilidad,
de ley, de justicia, etc.).
O
sea que, lo primero y más importante, es que en ninguna de esas frases se habla
de la idea de justicia, sino de la institución de la justicia, que es cosa
muy distinta (y para corroborarlo, las
togas y las porras nos dan espectáculos sorprendentes todos los días)... Una
institución, claro está, sometida, como todas, a juegos de intereses particulares y
colectivos, a conflictos de cosmovisiones, a debates ideológicos... Porque si así no
fuera, si se tratase de una simple aplicación
mimética de la ley, los tribunales
estarían atendidos por “expendedores
automáticos de sentencias” (que incluso podrían asumir una protocolarización de las condiciones, eximentes
y atenuantes pertinentes al caso).
Nacho Fernández del Castro, 23 de Abril de 2013
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