«En las comunidades primitivas, los campesinos, de haber
podido decidir, no hubieran entregado el escaso excedente con que subsistían
los guerreros y los sacerdotes, sino que hubiesen producido menos o consumido
más. Al principio, era la fuerza lo que los obligaba a producir y entregar el
excedente. Gradualmente, sin embargo, resultó posible inducir a muchos de ellos
a aceptar una ética según la cual era su deber trabajar intensamente, aunque
parte de su trabajo fuera a sostener a otros, que permanecían ociosos. Por este
medio, la compulsión requerida se fue reduciendo y los gastos de gobierno
disminuyeron. En nuestros días, el noventa y nueve por ciento de los
asalariados británicos se sentirían realmente impresionados si se les dijera
que el rey no debe tener ingresos mayores que los de un trabajador. El concepto
de deber, en términos históricos, ha sido un medio utilizado por los poseedores
del poder para inducir a los demás a vivir para el interés de sus amos más que
para su propio interés. Por supuesto, los poseedores del poder ocultan este
hecho aún ante sí mismos, y se las arreglan para creer que sus intereses son
idénticos a los más grandes intereses de la humanidad.»
(Bertrand
Arthur William RUSSELL, Tercer Conde
de Russell, Premio Nobel de Literatura 1950;
Trellech, Monmouthshire, Gales, Imperio Británico, 18 de mayo de 1872 -
Penrhyndeudraeth, Gwynedd, Gales, Reino Unido, 2 de febrero de 1970. In Praise of Idleness -Elogio de la
ociosidad-, 1935 -2000, por ejemplo, para la edición en
castellano-.)
Pero
por cumplir con el deber se ha matado
a muchísima gente en la historia (grande
y pequeña) de la Humanidad.
En
realidad el deber, esa añagaza
kantiana que convierte en norma una imposible
voluntad autónoma, no es más que la expresión idealista de los intereses de los
poderosos, es decir la asunción
personal, mediante una falsa
conciencia, de los dictados de una
moral hegemónica que configura nuestras
visiones del mundo en función de esos
intereses dominantes.
Por
eso el concepto de deber es tan grato
a quienes sitúan como guía de todo acto
la conservación de lo dado.
Pero
la autonomía del sujeto es una
quimera... En realidad, como dijera Rafael Sánchez Ferlosio al enterarse de que
le habían concedido el Premio Cervantes
2004 “por la gran autonomía de su obra”, cada cual no es sino el resultado problemático y complejo de un
encuentro conflictivo de heteronomías. Así lo muestran las modernas ciencias humanas, al ver como el yo no es sino una construcción realizada en dialéctica
permanente con lo otro, con un no-yo
que lo atrae y repele con intensidades varias y en direcciones diversas. En
consecuencia, la propia estabilidad del
yo es relativa (moldeable por las condiciones
situacionales), su esencia prístina
se reduce casi a unos patrones biológicos
minimizados ante los determinantes
culturales y cualquier pretensión de alcanzar una guía de conducta estrictamente autónoma resulta ilusión vana.
Nacho Fernández del Castro, 2 de Abril de 2013
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