viernes, 5 de abril de 2013

Pensamiento del Día, 5-4-2013



«El proceso que permitió a psiquiatras y psicólogos, hasta entonces ferozmente divididos en escuelas, homogeneizar sus clasificaciones debería ocupar un lugar destacado en la historia de la ciencia o, tal vez, del fraude científico. En efecto, el DSM III constituye un cambio paradigmático absolutamente excepcional, en la medida en que no surgió de un descubrimiento científico o de una revolución teórica, sino de un proceso de votaciones y consensos políticos en los congresos psiquiátricos norteamericanos: todo un escándalo para la ciencia normal.»
 (Guillermo RENDUELES OLMEDO; Gijón, 1948. En “Viejos y nuevos locos”, parte de Pensar y resistir  
de varios autores,  2006.)
La historia misma de las “tipificaciones de la locura” es una locura... Una muestra nítida de como el consensualismo, mediado siempre por el acuerdo de intereses, resulta nefasto e insultante en el ámbito del conocimiento.
Sabemos que ese mundo de los intereses no es en absoluto ajeno al propio proceso de evolución y construcción de la ciencia, pero bien cierto es que algunos principios asentados por esta, como el “sano escepticismo”, la contrastación pública de los resultados o la neutralización del sujeto epistemológico, parecen garantizar una cierta solidez de sus verdades, corroborada por sus aplicaciones tecnológicas y su exitosa inserción en la vida práctica cotidiana de la humanidad.
No es que “hoy las ciencias adelanten que es una barbaridad” como decía la zarzuela, ni tampoco que “cualquier tiempo pasado haya sido mejor” según el tópico del eterno pesimismo ontológico. En realidad, la idea misma de progreso es totalmente mitológica, un resto, barnizado por la Ilustración, de la herencia de la vieja confianza salvacionista de San Agustín de Hipona... Pero entre el cuestionamiento de la creencia en un determinismo lineal del progreso y la relativización global de la ciencia media un salto mortal de necesidad.
Es indudable que determinados intereses económicos (acaso disfrazados como políticos) han arrumbado líneas de investigación que acaso prometían beneficios tan universales que resultaban difícilmente rentabilizables en cuentas corrientes concretas... Es más que probable que ello se haya hecho para favorecer investigaciones de ámbito más restringido, pero fácilmente convertibles en lucro. Así ocurre, por ejemplo, aquí y ahora, con las ínfimas inversiones dedicadas a la lucha contra las “enfermedades de la pobreza” (como la malaria) frente al inmenso capital dedicado a hacer avanzar la industria cosmética... Pero ello no descredita la medicina o la farmacología en su capacidad para constituirse como conjunto de acciones metódicas para la producción sistemáticas de verdades relativas a la salud, aunque luego estas se distribuyan de forma desigual e injusta entre distintas poblaciones y rincones del planeta.
Es precisamente la irrupción de estos intereses económicos (y bastardos) a priori y a posteriori de los procesos de descubrimiento científico la que lleva a que se desarrolle un cierto “sano escepticismo” en las poblaciones ante la ciencia... Cuando el negocio dirige el quehacer científico, la propia ciencia pierde su sentido y, con él, su valor.
Y, así, cuando el consenso de los congresos psiquiátricos norteamericanos construye clasificaciones de los “problemas mentales” idóneas para producir una “psiquiatrización de la vida (respaldando un postmoderno “¡todo el mundo está un poco neurótico!”) que sea, ante todo y sobre todo, un impulso para las cifras de negocio, tanto en consultas, como en psicofármacos o en literatura de autoayuda psíquica... Potenciando, de paso, nuevas vías seculares para el viejo ejercicio religioso del control social.
Nacho Fernández del Castro, 5 de Abril de 2013

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