«Conocía el relato del Génesis en el que Dios crea a Eva de una costilla
de Adán. ¿Cómo pudo originarse esta creencia?. Evidentemente sabía que los
hombres, al menos en algunos aspectos, eran anatómicamente distintos de las
mujeres. Nada más natural que dar por sentado que el hombre tenía una costilla
menos que la mujer. (…) Nunca se me ocurrió comprobar si mi hipótesis tácita se
correspondía con la realidad. Sólo años más tarde, probablemente cuando aún no
me había licenciado, revelé a un amigo mío estudiante de medicina que, por lo que
sabía, las mujeres tenían una costilla más que los hombres. Para mi sorpresa,
en lugar de asentir reaccionó enérgicamente ante esta idea y me preguntó por
qué lo creía así. Cuando le di mis razones casi se cae de la silla de risa. De
esta forma tan burda aprendí que cuando se trata de mitos uno no debe ser
demasiado racional.»
(Francis Harry Compton CRICK; Weston
Favell, Northamptonshire, Reino Unido, 8 de junio de 1916 -
San Diego,
California, Estados Unidos, 28 de julio de 2004; Premio Nobel de Medicina 1962, junto a
James D. Watson y Maurice
Wilkins, "por sus descubrimientos
concernientes a la estructura molecular de los ácidos nucleicos y su
importancia para la transferencia de información en la materia viva”.
What
Mad Pursuit: A Personal View of Scientific Discovery -Qué loco propósito-,
1988
-1989 para la versión en castellano-.)
El
mito del sufragio como legitimación de un poder que es
totalmente ajeno a las personas participantes en la ceremonia... Un mito que se
mantiene a costa de desconocer que cada vez más gente no puede participar en
ella por aburrimiento o asco; que otra buena parte de la
población si lo hace, tapándose las narices ante los hedores ya insoportables,
por pura inercia derivada hacia
opciones que siempre resultarán “anomalías extraparlamentarias” o hacia la
búsqueda obsesiva de “males menores”; que, en fin, entre los votos de las
opciones mayoritarias abunda la afirmación del estatus personal, el “ande yo
caliente...” frente a cualquier consideración sobre el bien común.
El
mito de que la apuesta decidida por el libre
mercado garantiza la más eficiente
asignación de los bienes y recursos... Un mito que se sostiene sobre la eficacia de esa “mano negra” distribuidora,
resultante agregada del encuentro de
oferentes y demandantes desempeñando con eficiencia su papel como agentes
económicos. Pero sabemos que, por ejemplo, el trasvase de recursos y
actividad desde los sectores públicos a los privados sólo trajo, en el Reino
Unido de Margaret Thatcher, el empobrecimiento relativo y absoluto de las
poblaciones más desfavorecidas (que vieron aumentar incluso su tasa de
mortalidad), la precarización de la vida en determinadas regiones y el rebrote
de fenómenos como el hambre o la desnutrición infantil.
El
mito de que la existencia de un Parlamento
constituido a partir del sufragio garantiza
la democracia real... Un mito que se
sostiene desde un discurso mediático
tenazmente dirigido a conformar una opinión
pública ignorante de que, en realidad, quienes ocupan los escaños de la institución legislativa no lo hacen para
ejercer la representación popular (ni
siquiera de sus votantes), sino para representar
fielmente, por activa o por pasiva, los intereses
particulares de los poderes
económicos reales (que difuminamos bajo nombres como los mercados, la troika,
o la Merkel).
El
mito de la mundialización de la economía
como garantía de la extensión del desarrollo
y bienestar social... Un mito basadp en la experiencia de unos pocos países
emergentes (basados, sobre todo, en la disposición de recursos y mano de obra ilimitada dispuesta a trabajar en plena desregulación laboral) que, además de
sus sombras internas, no pueden ocultar la irrupción
y feminización de la miseria (el “cuarto
mundo”) en el llamado Norte (países
económicamente desarrollados y subdesarrollantes) o el eterno fracaso de los
endebles intentos de reequilibrio
distributivo de la riqueza en el planeta (por ejemplo, de los tan aireados Objetivos del Milenio).
El
mito, en fin, de que la monarquía
puede ser una garantía de estabilidad...
Un mito que, apoyado en el privilegio de
la sangre, lo único que garantiza es continua degeneración caprichosa de los comportamientos más o menos
encubierta con una prudente adulación
hacia quienes se estima pueden garantizar la perdurabilidad del vestigio medieval.
El mito, también, de la cohesión social como un esfuerzo
común de convivencia en armonía... Un mito que se afianza en flatus vocis que tratan de disipar la
insoportable presencia de unas prácticas
políticas tendentes a facilitar la
socialización de pérdidas y la privatización de ganancias, imposición
torticera de un principio que hace estallar cualquier atisbo de supuesto consenso social.
Así
que aquí estamos, en plena encrucijada, salvajemente agitados por una ingente crisis-estafa, cada vez más convencidos
(como reconoce hasta el Centro de
Investigaciones Sociológicas) de que la casta
política es una parte importante del problema
(dedicada con ahínco a poner freno a cualquier perspectiva de soluciones que favorezcan el bien común en detrimento del de sus verdaderos representados, los poderes fácticos globales). Bajo el
pedrisco de tanto ajuste estructural y
recorte que contribuyen, sobre todo,
a crear paro inmediato y desanimar (o imposibilitar, en muchos casos) el consumo, apenas podemos ver horizonte alguno. Y la situación no es
precisamente para troncharse de risa viendo como la gente va descreyendo de los mitos demasiado lentamente,
mientras tantas personas van quedando en el camino... Lo sabemos: la democracia debe ser otra cosa que
implique una participación universal y continua,
la economía debe ser otra cosa que se
afane en posibilitar la vida en vez
de ponerle trabas.
Nacho Fernández del Castro, 14 de Abril de 2013
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