domingo, 14 de abril de 2013

Pensamiento del Día, 14-4-2013



«Conocía el relato del Génesis en el que Dios crea a Eva de una costilla de Adán. ¿Cómo pudo originarse esta creencia?. Evidentemente sabía que los hombres, al menos en algunos aspectos, eran anatómicamente distintos de las mujeres. Nada más natural que dar por sentado que el hombre tenía una costilla menos que la mujer. (…) Nunca se me ocurrió comprobar si mi hipótesis tácita se correspondía con la realidad. Sólo años más tarde, probablemente cuando aún no me había licenciado, revelé a un amigo mío estudiante de medicina que, por lo que sabía, las mujeres tenían una costilla más que los hombres. Para mi sorpresa, en lugar de asentir reaccionó enérgicamente ante esta idea y me preguntó por qué lo creía así. Cuando le di mis razones casi se cae de la silla de risa. De esta forma tan burda aprendí que cuando se trata de mitos uno no debe ser demasiado racional.»
 (Francis Harry Compton CRICK; Weston Favell, Northamptonshire, Reino Unido, 8 de junio de 1916 - 
San Diego, California, Estados Unidos, 28 de julio de 2004; Premio Nobel de Medicina 1962, junto a 
James D. Watson y Maurice Wilkins, "por sus descubrimientos concernientes a la estructura molecular de los ácidos nucleicos y su importancia para la transferencia de información en la materia viva”.  
What Mad Pursuit: A Personal View of Scientific Discovery -Qué loco propósito-, 1988 
-1989 para la versión en castellano-.)
Vivimos ahogados por modernos mitos políticos y económicos...
El mito del sufragio como legitimación de un poder que es totalmente ajeno a las personas participantes en la ceremonia... Un mito que se mantiene a costa de desconocer que cada vez más gente no puede participar en ella por aburrimiento o asco; que otra buena parte de la población si lo hace, tapándose las narices ante los hedores ya insoportables, por pura inercia derivada hacia opciones que siempre resultarán “anomalías extraparlamentarias” o hacia la búsqueda obsesiva de “males menores”; que, en fin, entre los votos de las opciones mayoritarias abunda la afirmación del estatus personal, el “ande yo caliente...” frente a cualquier consideración sobre el bien común.
El mito de que la apuesta decidida por el libre mercado garantiza la más eficiente asignación de los bienes y recursos... Un mito que se sostiene sobre la eficacia de esa “mano negra” distribuidora, resultante agregada del encuentro de oferentes y demandantes desempeñando con eficiencia su papel como agentes económicos. Pero sabemos que, por ejemplo, el trasvase de recursos y actividad desde los sectores públicos a los privados sólo trajo, en el Reino Unido de Margaret Thatcher, el empobrecimiento relativo y absoluto de las poblaciones más desfavorecidas (que vieron aumentar incluso su tasa de mortalidad), la precarización de la vida en determinadas regiones y el rebrote de fenómenos como el hambre o la desnutrición infantil.
El mito de que la existencia de un Parlamento constituido a partir del sufragio garantiza la democracia real... Un mito que se sostiene desde un discurso mediático tenazmente dirigido a conformar una opinión pública ignorante de que, en realidad, quienes ocupan los escaños de la institución legislativa no lo hacen para ejercer la representación popular (ni siquiera de sus votantes), sino para representar fielmente, por activa o por pasiva, los intereses particulares de los poderes económicos reales (que difuminamos bajo nombres como los mercados, la troika, o la Merkel).
El mito de la mundialización de la economía como garantía de la extensión del desarrollo y bienestar social... Un mito basadp en la experiencia de unos pocos países emergentes (basados, sobre todo, en la disposición de recursos y mano de obra ilimitada dispuesta a trabajar en plena desregulación laboral) que, además de sus sombras internas, no pueden ocultar la irrupción y feminización de la miseria (el “cuarto mundo”) en el llamado Norte (países económicamente desarrollados y subdesarrollantes) o el eterno fracaso de los endebles intentos de reequilibrio distributivo de la riqueza en el planeta (por ejemplo, de los tan aireados Objetivos del Milenio).
El mito, en fin, de que la monarquía puede ser una garantía de estabilidad... Un mito que, apoyado en el privilegio de la sangre, lo único que garantiza es continua degeneración caprichosa de los comportamientos más o menos encubierta con una prudente adulación hacia quienes se estima pueden garantizar la perdurabilidad del vestigio medieval.
 El mito, también, de la cohesión social como un esfuerzo común de convivencia en armonía... Un mito que se afianza en flatus vocis que tratan de disipar la insoportable presencia de unas prácticas políticas tendentes a facilitar la socialización de pérdidas y la privatización de ganancias, imposición torticera de un principio que hace estallar cualquier atisbo de supuesto consenso social.
Así que aquí estamos, en plena encrucijada, salvajemente agitados por una ingente crisis-estafa, cada vez más convencidos (como reconoce hasta el Centro de Investigaciones Sociológicas) de que la casta política es una parte importante del problema (dedicada con ahínco a poner freno a cualquier perspectiva de soluciones que favorezcan el bien común en detrimento del de sus verdaderos representados, los poderes fácticos globales). Bajo el pedrisco de tanto ajuste estructural y recorte que contribuyen, sobre todo, a crear paro inmediato y desanimar (o imposibilitar, en muchos casos) el consumo, apenas podemos ver horizonte alguno. Y la situación no es precisamente para troncharse de risa viendo como la gente va descreyendo de los mitos demasiado lentamente, mientras tantas personas van quedando en el camino... Lo sabemos: la democracia debe ser otra cosa que implique una participación universal y continua, la economía debe ser otra cosa que se afane en posibilitar la vida en vez de ponerle trabas.
Pero, ¿qué quieren?, demasiada gente, aún sospechando de que todo eso son mitos, sigue convencida de que, ante ellos, es mejor no comportarse muy racionalmente.
Nacho Fernández del Castro, 14 de Abril de 2013

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