«Cuando el escritor empieza a descubrir que no le
importan los lectores, que no le importa lo que escribe, que no se importa a sí
mismo, está a punto de la parálisis. Hay un temblor de la mano derecha que los
médicos llaman "calambre del escritor". El verdadero calambre del
escritor es la indiferencia; porque la indiferencia tiene siempre efecto
retroactivo.
Cuando, de
pronto, no nos importa una cosa, es como si no nos hubiera importado nunca. La
memoria carece de memoria. Y toda la actividad pasada, toda la obra en marcha
se presenta como una farsa bamboleante, levantada sobre el más estremecedor
vacío.
Éste es el Larra
de los últimos tiempos. El escritor que ha de matarse, entre otras cosas, para
no seguir escribiendo. El hecho de dejar de escribir en vida habría supuesto
otra forma de suicidio no menos dramática. Sólo se suicida el que ya está
muerto por dentro.»
(Francisco Alejandro Pérez Martínez, conocido
literariamente como Francisco UMBRAL;
Madrid, 11 de mayo de 1932 -
Boadilla del Monte, Madrid, 28 de agosto de 2007.
Larra, anatomía de un dandy, 1965.)
Por
analogía con el llamado “calambre del escritor”, esa imposibilidad física de
utilizar la mano escritora, presa de
temblores, podríamos llamar esa huida temerosa de una realidad hostil “calambre
de la ciudadanía”, por cuanto quien la padece suspende dicha condición en una parálisis
de la voluntad participativa.
Pero,
claro, dejar de ejercer la ciudadanía consciente y crítica no es lo mismo que
dejar de escribir... A un escritor de
raza, o un dandy romántico, puede
parecérselo, porque su autopercepción
le llevará probablemente a pensar que sin ese ejercicio de la escritura, o con
una escritura inerte y sin brillo, su
propia vida carece de sentido y se convierte en un muerto viviente candidato el suicidio. Pero el
caso es que quien huye de su entorno lúgubre
para refugiarse en el instante, en un
carpe diem permanente, ufananebte solipsista, niega, por la vía práctica, todo,
al renunciar voluntariamente a toda
posibilidad de permanencia... Y, con ello, inevitablemente, renuncia también a encontrar sentido alguno
a la vida, a su vida. Y queda expuesto al peligro de la toma de conciencia en cuanto compruebe
que los resplandores de su territorio de
lo efímero e intranscendente son puro neón, mera apariencia.
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