«Temo el silencio de los buenos.»
(Pintada en un muro de Madrid, Octubre de 2012.)
En estos tiempos
confusos en los que las sombras
impiden atisbar horizontes precisos, encontrar
referentes lúcidos, albergar esperanzas razonables, el peor enemigo
de los más no es el afán de acumulación, el egoísmo ufano o la rapiña organizada de los menos. El peor
enemigo de quienes sufren el oprobio
globalizado, la precarización de la
vida, es el silencio de la buena
gente. Y por eso resulta tan irritante el concepto mismo de mayoría silenciosa, tan grato a nuestra casta política y a sus amos, los poderes económicos reales.
Por
eso debemos temer el silencio...
Porque, por un lado, siempre es cómplice
del estado de cosas, siempre se mueve
en ese conformismo socarronamente apático,
tan asturiano, del “¡ye lo que hay!”... Pero
también, y sobre todo, porque ese silencio
extendido encuentra sus raíces en el miedo,
en ese miedo arteramente usado
por el poder político como instrumento de control social, más o
menos simbólico, más o menos
vinculado a un imaginario intangible,
más o menos actualizado por las porras y
las togas.
En
cualquier caso, el silencio político
es, en último extremo, infrahumano...
Lo es porque, como decía Aristóteles, el ser
humano es, por naturaleza, un animal político, social, ciudadano... Y, como
además, si no es un imbécil moral,
tiene necesariamente sindéresis, no
puede ser que tal capacidad de juzgar
rectamente lo lleve a callar sobre
los asuntos de su polis, de su sociedad, de su ciudad.
En
efecto, debemos temer el silencio de la
buena gente... Pero, ante todo, debemos procurar poner todo de nuestra
parte para que esa buena gente venza sus miedos y decida romper su silencio, hable de lo que
siente y lo que es, grite cuando sea preciso... En definitiva, para que dejen de ser imbéciles morales.
Nacho Fernández del Castro, 22 de Noviembre de 2012
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