«Digo: “libertad”,
digo: “democracia”, y de pronto siento que he dicho esas palabras sin haberme
planteado una vez más su sentido más hondo, su mensaje más agudo, y siento
también que muchos de los que las escuchan las están recibiendo a su vez como
algo que amenaza convertirse en un estereotipo, en un cliché sobre el cual todo
el mundo está de acuerdo porque esa es la naturaleza misma del cliché y del
estereotipo: anteponer un lugar común a una vivencia, una convención a una
reflexión, una piedra opaca a un pájaro vivo.»
(Julio
Florencio CORTÁZAR DESCOTTE; Ixelles, Bélgica, 26 de agosto de 1914 –
París,
Francia, 12 de febrero de 1984. Párrafo de la charla
sobre “El valor de las palabras”,
dada en el
Centro Cultural de La
Villa de Madrid en recuerdo del quinto aniversario del
golpe militar del General Videla en Argentina, 1981.)
¿Es
eso, en algún sentido siquiera aproximado, democracia?,
¿lo es, siquiera formalmente, cuando
la única ritualización que
lejanamente recuerda su etimología, el sufragio,
sólo atrae ya a un colectivo anímica y numéricamente menguante, resignado a “los
juegos del mal menor”, más persuadido cada vez de que “nada podrá frenar un
destino común, fatal e inevitable”?... O, dicho de otro modo, ¿qué democracia es ésta en la que las
decisiones relevantes para la vida de cada cual son adoptadas en función de
mandatos ajenos a cualquier persona elegida a través de los procesos formalmente
establecidos?, ¿qué democracia es ésta
en la que las propias instituciones viven de espaldas (y, cuando se ponen de
frente porque ya no les queda otra, es literalmente para “enfrentarse”) a la
calle?... ¿Qué democracia es ésta, en
suma, en la que ni siquiera figuran en las papeletas electorales los nombres de
los grupos económicos entre los que
verdaderamente se está eligiendo (sin duda porque esos grupos apuestan a todos
los caballos, léase partidos, susceptibles de convertirse en ganadores)?.
Evidentemente,
esa democracia es solo un cliché, un estereotipo. una noción interesadamente
equívoca y polisémica, que sigue siendo inercialmente útil a los poderes (real
y formal) para generar una apariencia
de legitimación de sus voluntades... En realidad, es nada más ni nada menos
que un lugar común cuya permanencia
impide a toda la ciudadanía vivir auténtica
y cotidianamente ese poder del pueblo; una mera convención, una forma de
hablar que impide cualquier proceso
de reflexión colectiva sobre sus propios mecanismos, instrumentos y prácticas;
una pesada y oscura losa que aplasta toda
intención de la vida de que se escuche su
verdadero canto...
Nacho Fernández del Castro, 28 de Noviembre. de 2012
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