«La educación es el motor que
promueve la competitividad
de la economía y las
cotas de prosperidad de un país; su nivel educativo determina su capacidad de competir con éxito en la arena internacional y de afrontar
los desafíos que se
planteen en el futuro. Mejorar el nivel de los ciudadanos en el ámbito
educativo supone abrirles las puertas a puestos de trabajo de alta
cualificación, lo que representa una apuesta por el crecimiento económico y por conseguir ventajas competitivas en el mercado global.»
(Primer párrafo del Anteproyecto
de la Ley Orgánica de Mejora de la Calidad Educativa,
LOMCE, 2012, conocida como Ley
Wert por ser su impulsor, como Ministro
de Educación, Cultura y Deporte, José Ignacio WERT ORTEGA, Madrid, 18 de
febrero de 1950.)
Evidentemente la historia de los cambios
legislativos a los largo de esto que llaman democracia
(y no lo es, o lo es de una forma tan
artera y ritual que apenas se nota) ha sido bastante lamentable... El
proceso de burocratización docente
fue asfixiando y demonizando cualquier
aliento de verdadera innovación educativa en favor de procesos de formación favorecedores de una masiva protocolarización de las actividades de
enseñanza-aprendizaje... La pérdida
de los ideales ilustrados que contemplaban la escuela
como un cauce de emancipación personal y colectiva,
en favor de la configuración de una agencia
expendedora de títulos mínimos para el sometimiento individual a un mercado
laboral precario, ha sido constante ante una cierta indiferencia ciudadanía...
La gestión política de la escuela ha
venido a apostar, en fin, por la vertiente normalizadora
del impulso ilustrado, al servicio de
los “intereses del mercado laboral”, en detrimento de la emancipadora... Y en esa apuesta se inscribe el vaivén de la
envenenada sopa de letras que, desde el tardofranquismo, cuando José Luis Villar Palasí auspiciara la
Ley General de Educación y Financiamiento de la Reforma Educativa
(4 de Agosto de 1970), se ha convertido la legislación educativa,
con cinco Leyes Orgánicas estatales y
el anteproyecto de la sexta ante nuestras fruncidas narices (LODE, LOGSE, LOPEG, LOCE, LOE y LOMCE), a las que se suman multitud de Órdenes y Decretos, e innumerables disposiciones
autonómicas de distinto rango.
En
efecto, el proceso que lleva de la Ley Orgánica Reguladora del Derecho a la Educación (1985) de José María Maravall
a la Ley Orgánica
General del Sistema Educativo (1990) de Javier Solana Madariaga, de ésta a la
Ley Orgánica de
Participación, Evaluación y Gobierno de los Centros Docentes (1995)
de Gustavo Suárez Pertierra, de ésta a la Ley
Orgánica de
Calidad de la Educación (2002) de Pilar del Castillo, y de ésta a
la todavía en vigor Ley Orgánica de Educación (2006), cuya
torpe tramitación costara el puesto a la ministra María Jesús San Segundo, no
hace sino profundizar el deterioro del funcionamiento de una escuela publica administrativamente
derivada, como ya viera Pierre Bordieu (“La
mano derecha y la mano izquierda del Estado”, Entrevista realizada por R.
P. Droit y T. Ferenczi para Le Monde, 14-1-1992, y recogida en Contrafuegos.
Reflexiones para servir a la resistencia contra la invasión neoliberal,
1999), hacia al rincón de los contenedores
sociales, cada día más dolorosamente alejados incluso de cualquier posible función
de reciclaje humano...
En
cualquier caso, en este día de lucha, es necesario señalar que el anteproyecto
de la LOMCE, desde luego, tiene toda la intención de dar
un salto cualitativo que, con ufana
desfachatez, borre definitivamente cualquier horizonte de igualdad de oportunidades (es decir, rompa, en la práctica,
cualquier atisbo de un mínimo sistema
nacional de educación pública), situando a la mayoría de la población, sin el capital
económico y cultural suficientes para acceder a una “alta cualificación”, a los pies
de los caballos del mercado, para que éste forme, contrate, despida o
traslade a las personas a su antojo
(o, si se quiere, según sus necesidades subjetivas). Porque, lo que necesita ese mercado global es, en último extremo, una
gran masa de gente con baja cualificación
y alta sumisión (“una mínima
comprensión lectora y las cuatro reglas” de las que hablaba el ministro) para
facilitar su continuo reciclaje y
movilidad laboral en un mercado
precario... La “alta cualificación”
quedará, así, para quienes vayan a controlar este proceso y puedan pagárselo.
Ni el mismísimo Joaquín Ruiz-Giménez se merecía un discípulo, amamantado políticamente en su Izquierda Democrática, como el
ministro Wert... ¡Mucho menos la ciudadanía española!.
Nacho Fernández del Castro, 7 de Noviembrebre de 2012
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