«La primavera, en su sazón, llegaba como una fiebre; era como si la isla,
tras revolverse y agitarse inquieta en el lecho cálido y húmedo del invierno,
un buen día se despertara de golpe, súbitamente, pletórica de vida bajo un
cielo azul de jacinto en el que se elevaba el sol, envuelto en brumas frágiles
y de un amarillo delicado, cual capullo de seda recién concluido. Para mí la
primavera era uno de los mejores tiempos del año, porque toda la fauna de la
isla estaba entonces en ebullición, y el aire lleno de esperanza.»
(Gerald, Gerry,
Malcolm DURRELL; Jamshedpur, Bihar, India, 7 de enero de 1925 –
Saint Helier, Reino Unido, 30 de enero de 1995. The Garden of
the Gods -El Jardín de los Dioses-,
1978 -2002
para la edición en castellano-.)
Frecuentemente, cuando miramos a nuestro
alrededor y vemos en las calles personas protestando que nunca habían movido un dedo por nadie, sentimos la tentación de
deslegitimarlas en su incipiente rebeldía
o, al menos, de recordarles vehementemente el legendario texto del pastor
luterano Martin Niemöller (atribuido habitualmente al compromiso poético de Bertolt
Brecht) sobre lo irreversible que se torna la falta de respuesta, de
resistencia, de lucha ante los abusos de
poder que “no nos tocan” personal y directamente.
Pero
tampoco es justo... Porque sabemos que son las condiciones materiales en las que se desenvuelve la vida de cada cual las que determinan su conciencia y sus posicionamientos éticos y políticos, y no al revés... Y, sobre
todo, porque, cuando la desmesura del oprobio
globalizado es tal que tolera ya los obscenos “¡Que se jodan!” gritados, ante los recortes de las percepciones de
las víctimas de desempleo, en el templo
de la representación popular (entiéndase como se prefiera) por cualquier
hija de un acumulador de causas de presunta corrupción y prevaricación,
cualquier apoyo, cualquier guiño, cualquier cuerpo y conciencia debe ser
bienvenido a la causa de la denuncia frente a una casta política que, pagada de sí misma, sólo resulta eficiente en la, cada vez menos
encubierta, defensa de los intereses
que realmente representa: los del gran capital transnacional.
Así
que, lejos, de recibir con críticas y recelos a quienes se incorporan hoy al clamor de las calles, a los cortes de vías
públicas, al grito airado contra su sobrevenida condición de paganos para beneficio de grandes poderes financieros, debemos
mirar el nuevo panorama con la alegría que derrochaba Gerry Durrell ante la irrupción de la primavera en su amada
Corfú: es el gran síntoma de la ebullición
de la vida, pletórica bajo un sol que parecía desaparecido en la nubosa sumisión del invierno, convertida en
capullo presto a eclosionar... Y, ya se sabe, “donde hay vida, hay esperanza”.
Nacho Fernández del Castro, 13 de Julio de 2012
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