«Cierra los ojos para concentrarse, no para mostrar temor o abandono.
Sólo para concentrarse, para estudiar palmo a palmo lo que hará durante
los próximos diez segundos, para analizar el suelo milímetro a milímetro,
pulgada por pulgada, para que después, cuando sólo él cuente, nada
pueda detenerlo. Cierra los ojos para oírse a sí mismo por dentro, desde
adentro, para adentro. Cierra los ojos para poder mirar mejor luego hacia
afuera, cuando los diez segundos estén lanzados al espacio y él sea sólo
uno más de los siete en línea, con la misma meta, con el mismo suelo,
con las mismas alas en los pies. Cierra los ojos para escuchar su propio
corazón y su respiración tranquila, para sentirse antes del esfuerzo, para
probarse y convencerse nuevamente, una vez más, de que él puede,
carajo, que nada malo puede pasar, que sólo son diez segundos y que
nada más importa, que sólo son él y seis tipos más a los costados, pero
nada más ni antes ni después: sólo el instante, la certeza abismal y
aterradora de ese instante que se estira como un elástico hacia adelante,
como en cámara lenta.»
(Carlos O.
ANTOGNAZZI; Santa Fe, Argentina, 14 de mayo de 1963. Punto muerto, 1987.)
Y viene la cosa a cuento, porque sus herederos intelectuales (frecuentemente
también genéticos) “democráticos”, liberados por el neoliberalismo de las
pequeñas cargas derivadas del paternalismo
patriarcal, acaban de decidir privar a su funcionariado (salvando sólo a quienes no llegan siquiera a ser mileuristas) de la paga extraordinaria que preparaba la segunda época de ¡alegría
institucional”, esa Natividad del Señor
tan grata al nacionalcatolicismo (porque,
el ella, hasta los infantes, Chenchos, del mundo que se extravían en el
luminoso jolgorio de las calles y plazas acaban siendo siempre milagrosamente recuperados por La Gran Familia).
Ante esta situación, quizás debiéramos cerrar
los ojos y pensar qué hemos ganado realmente entre aquel oprobio particular y genocida y esta infame pseudodemocracia, ínfima en la calidad y cantidad de sus cauces de participación y expresión popular,
representativa más en el sentido ceremonial (sucesión de rituales teatralizados) que en el de vinculación a la ciudadanía, con una casta política más preocupada por el bien de los amos del mundo (verdadera timocracia) que por el bien común...
Lo malo es que, por mucho que corramos, aquí
estamos; por mucho, que anticipemos el terreno palmo a palmo, serán otros los
que lo califiquen y recalifiquen; por mucho que intentemos oírnos a nosotros
mismos (por dentro, desde adentro, para adentro), miles de ruidos ociosos y alienantes en una ceremonia de la confusión interesada nos lo impedirán; por mucho
que tratemos de mirar hacia afuera, otros impondrán mediáticamente lo que vemos; por mucho que intentemos controlar
nuestra respiración para autoconvencernos
de que podemos, la sumisión aprendida
o la indignación reactiva nos lo
impedirán...
Y es que, acaso, la diferencia entre el oprobio particular franquista y el oprobio globalizado pseudodemocrático no
vaya más allá de los cien metros; pero pasar de uno a otro no fue cosa de diez
segundos.
La construcción de una verdadera democracia (donde, por ejemplo, nadie deba renunciar a
derechos salariales para contentar a “europeos señores de negro”, mantener una casta política hipócrita y corrupta o
salvar a banqueros de sus propios desmanes) tampoco va a ser cosa de una
instante... Pero, claro, hay que cerrar los ojos para acumular la certeza
abismal y aterradora que nos exija abrirlos para ponernos inmediata y
colectivamente a ello.
Nacho Fernández del Castro, 18 de Julio de 2012
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