«Sé el tiempo que se tarda en
ponerse una el quimono y peinarse debidamente. Las niñas eran muy guapas y me
alegraba de que ellas y otras llevasen quimono para hacerme sentirme en casa,
por lo menos a mi llegada. Cuando vivía en el Japón antes de la guerra, todas
mis amigas llevaban quimono. Las más modernas y liberales tenían tal vez un
vestido a la moda occidental o un traje de chaqueta, pero era muy raro y no
estaba bien visto. Ahora, sin embargo, las mujeres japonesas van vestidas a la
moda occidental todos los días de la semana excepto en las recepciones de gala,
cuando se visten con quimono, y muchas de ellas tienen sólo uno y otras ni uno
siquiera. Hay excepciones, desde luego. Las mujeres mayores siguen conservando
la antigua tradición y también ciertas mujeres distinguidas, que llevan el
quimono hasta para dirigir sus negocios. Mi amiga más íntima lo lleva porque le
sienta bien. Ha alcanzado una edad y posición social en la que puede ponerse lo
que le guste y siempre queda bien. La imagen de Tokio enmarcaba aquella gente
que había ido a recibirnos con flores y fotógrafos. Sabía lo que había sufrido
aquella ciudad durante los bombardeos de la guerra, y que ahora, ya
reconstruida, representaba un símbolo del Japón nuevo y próspero que me
resultaba desconocido. Hasta la gente que fue a recibirme parecía haber
cambiado para bien. El frío protocolo había desaparecido. Oí risas espontáneas
y reales. Todo el mundo hablaba con libertad y sin miedo. Aquello era algo
nuevo. La amable cortesía prevalecía aún, pero la vida y el optimismo brotaban
por doquier como si hubiera desaparecido la antigua tirantez del trato social.
Aquélla fue la primera impresión que recibí esa noche, y hablaré de ella una y
otra vez porque se reflejaba de muchas maneras distintas.»
(Pearl Sydenstricker BUCK; Hillsboro, West
Virginia, Estados Unidos, 26 de junio de 1892 -
Danby, Vermont, 6 de marzo de 1973;
Premio Nobel de Literatura 1938.
A Bridge for Passing -Puente de
paso-, 1962.)
Pero
hay un problema... Puede ser verdad que los grandes
desastres faciliten la respuesta
colectiva y solidaria, la voluntad
común de levantarse con nueva hálito
más desinhibido y alegre; pero ese colectivo, esa voluntad común habrá
dejado tras de sí muchas de las personas que eran también sus potenciales
integrantes, incapaces de superar el gran trauma, la gran prueba, la profunda crisis.
Así
ocurre aquí y ahora... Podemos estar dispuestos a aceptar los discursos sobre
el cambio de paradigma o de sistema,
o, más modestamente, sobre las oportunidades
que nos brinda la crisis para apostar por un decrecimiento racional y sostenible, para reformular nuestros hábitos y costumbres hasta hacerlos, en el agregado social, ecológica y económicamente sustentables a largo plazo. Podemos
hacerlo, incluso podemos sentir la tentación en ocasiones (especialmente si
gozamos el privilegio de una cierta estabilidad
sociolaboral y personal) de participar del “cuanto peor, mejor”, que anticipa los cambios inevitables que vendrán dados por la imposibilidad de
mantener unas estructuras de producción y
distribución de riqueza tan profundamente
injustas y responsables de tan insultantes
desigualdades...
Pero,
¿qué pasará en el proceso con esa inmensa mayoría de la población mundial que
vive constantemente amenazada por la
miseria y el hambre?, ¿que paserá con el creciente sector de las víctimas de la precarización vital en el
viejo mundo rico?..

Nacho Fernández del Castro, 2 de Julio de 2012
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