«No supo bien, por el claroscuro del rincón, lo que
había aparecido en su cara bobalicona, si rubor o vergüenza, si curiosidad o
enojo.»
(Enrique Sealtiel ALATRISTE Y LOZANO; México D.F., México, 15 de julio de 1949.
Tan pordiosero el cuerpo, 1987.)
Toda vida
se desarrolla, en su mayor parte, en rincones teñidos por claroscuros... Son raras, inhabituales, las grandes superficies
plenas de luz, como lo son los zulos oprimidos por las tinieblas negras y densas.
Por
eso casi todos vamos tirando a trancas y barrancas, deambulando de la curiosidad al enojo, del rubor eufórico
a la vergüenza... Tratando de no
mostrar a las claras, en fin, la confusión bobalicona de nuestro rostro ante un
mundo cada vez más inhóspito, absurdo
e incomprensible.
Al
final, un mundo que sólo se hace
comprensible para quienes, muy pocos, sí gozan de la luz permanente en las
grandes extensiones que los demás les pagamos, sumisos o quejosos, de mil
formas... Al fin y al cabo, sabiendo que cualquier mínimo enfado transformará las cosas a su capricho, no tienen porqué
mostrar curiosidad alguna por cuanto
les rodea; manejando a su antojo las claves y grados, naturales o artificiales,
de su propia euforia, en ningún
momento sentirán vergüenza alguna.
Bueno,
acaso también quienes, muchos más, se saben condenados a la miseria acaben por
adquirir la clarividencia comprensiva del
todo... Ni la curiosidad ni la vergüenza tienen sentido cuando uno se
hace consciente de que ya no tiene nada
que perder.
Pero,
para el resto, para la mayoría de nosotros, la cara bobalicona es inevitable,
pues ni con toda la curiosidad del
mundo podremos evitar el enojo ante mil
situaciones que nos superan, ni con todas las pequeñas euforias personales podremos alejar la vergüenza por la incomprensión
global.
Así
nos luce el pelo.
Nacho Fernández del Castro, 30 de Junio de 2012
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