«Los verdaderos productores de alimentos —las abrumadoras
mayorías rurales del Tercer Mundo— están siendo progresivamente
privados del control de lo que producirán y de las cosechas
resultantes. Las imitaciones del modelo occidental de alta
tecnología y la continua subordinación a sistemas alimentarios
externos no son fenómenos que consigan eliminar el hambre...
Sólo lo harán aumentar. Las preguntas relevantes en la
“problemática del hambre” serían entonces: “¿Quién controla los
excedentes?”. “¿Quién tiene el poder para decidir que constituye
el excedente obtenido a costa de los hambrientos y desnutridos?”.»
(Susan
Vance Akers, conocida como Susan GEORGE; Akron, Ohio, Estados Unidos, 29 de junio de 1934, ciudadana
francesa desde 1994. Enferma anda la Tierra, 1987.)
La
gran trampa de la transferencia
tecnológica, que en principio podría haber sido liberadora con respecto a las penalidades de los trabajos
tradicionales, es el sometimiento a un sistema
de continuas intermediaciones y artefactos financieros capaces de convertir
dicha “aportación” en una deuda eterna...
Deuda que implica, ante todo y sobre
todo, la enajenación del propio
trabajo mediante la renuncia explícita a cualquier control sobre los resultados
del mismo por parte de los productores directos. El paso del control de la producción agrícola y ganadera
de buena parte del mundo económicamente
subdesarrollado a manos de las grandes transnacionales
alimentarias ha supuestos no sólo un incremento
del hambre en el planeta, sino, sobre todo, la renuncia por parte de estos
países (y, consiguientemente, de sus poblaciones dedicadas a la agricultura y
ganadería) a decidir qué son y qué se
hace con los excedentes alimentarios. O, lo que es casi lo mismo, cuánta hambre y desnutrición se puede
generar en el mundo manteniendo la producción que garantice los excedentes
que permitan la “regulación de los precios de los alimentos” por la gran
industria transnacional. No es éste un fenómeno nuevo: bien lo sabe, por
ejemplo, Costa de Marfil, la “Suiza
africana del postcolonialismo” de la que tan orgullosa se mostraba la metrópoli
francesa, con su economía nacional hundida ya en la segunda mitad de los años
ochenta del pasado siglo por los precios impuestos por las grandes
multinacionales del café y del cacao.
Nacho Fernández del Castro, 22 de Julio de 2012
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