«Había una vez un perro que no sabía ladrar. No ladraba, no
maullaba, no mugía, no relinchaba, no sabía decir nada. Era un perrillo
solitario, a saber cómo había caído en una región sin perros. Por él no se
habría dado cuenta de que le faltara algo. Los otros eran los que se lo hacían
notar. Le decían:
—Ladran porque son perros. Ladran a los vagabundos de paso, a
los gatos despectivos, a la luna llena. Ladran cuando están contentos, cuando
están nerviosos, cuando están enfadados. Generalmente de día, pero también de
noche.
—Pero tú ¿ qué? Tu eres un fenómeno, oye lo que te digo: un
día de estos saldrás en el periódico.»
(Gloria FUERTES; Madrid,
España, 28 de julio de 1917 – 27 de noviembre de 1998.
Inicio del cuento que da título al libro El perro que no sabía ladrar,
1987.)
Los
perros ladran, los gatos maúllan, las vacas mugen, los caballos relinchan y los
tertulianos hablan vehementemente de lo divino y lo humano.
O
sea que quien guarda silencio, por prudencia o extrañamiento, por no ofender o
por sentir la molesta sensación de “ser un bicho
raro”, sólo logrará el aplauso del poder,
que interpretará inmediatamente su callada
por respuesta de conformidad con sus
mandatos, y la más o menos explícita censura de sus congéneres, que le
reprocharán su incapacidad para sostener siquiera intrascendentes
conversaciones en un ascensor o banales controversias en la barra de un café o
el banco de un parque.
Y,
lo confieso, pese a mi más que probable tendencia al exceso verbal y mis
inclinaciones de opinador
impenitente, cada día son más las situaciones en las que, por exceso (pretenciosidad) o defecto (trivialidad), encuentro las palabras
tan forzadas que me quedo sin voz, sin saber que decir, sin acertar con una voz
a mi alcance...
Ya
sé que, probablemente, esto a nadie le interese, pero ¿será que estoy condenado
a sentirme extraño, forastero en
cualquier tierra?.
Nacho Fernández del Castro,
20 de Julio de 2012
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